El novio de mi marido

Capítulo 2

—Te lo juro, esa colonia no era suya —le dije a Lucrecia, mientras revolvía mi segunda taza de café como si estuviera invocando respuestas en el fondo de la taza.
—¿Y si solo se la puso para sentirse deseado? A veces los hombres hacen esas cosas estúpidas, como derrochar dinero en su vanidad para ir al supermercado.

—¿Y tú te pones lencería para ir a comprar papel higiénico?

—Obvio no. Pero una vez fui con tacones al banco solo para que me atendiera el cajero guapo. Eso cuenta, ¿no?

Lucrecia es mi mejor amiga desde hace quince años y también mi conciencia con el volumen al máximo. Usa leggings como si fueran jeans, tiene un doctorado en sarcasmo pasivo-agresivo y una habilidad muy cuestionable para dar consejos con vino en la mano.

—Tienes que conocer al tipo. A Marlon Gandy. El “amigo” misterioso. Vas a ver que no estoy loca —le dije.

—¿No sería más fácil revisar el celular de Rodrigo mientras duerme?

—Sí, pero no tengo alma para convertirme en una de esas esposas que espían desbloqueando el iPhone con la cara del marido mientras ronca.

—Pues entonces, plan B. Espionaje encubierto.

—¿Perdón?

—Sí. Yo me ofrezco como voluntaria para seguirlos. Binoculares, gorra, gafas de sol, todo. Como en las películas. Además, tengo la tarde libre y odio a tu marido desde 2019. Me parecería una noble causa.

Y así fue como, en menos de una hora, Lucrecia estaba sentada en su auto, estacionada a media cuadra de la oficina donde supuestamente Rodrigo y Marlon Gandy “trabajan”, comiendo Doritos mientras me mandaba fotos borrosas de hombres aleatorios saliendo del edificio.

Yo, por mi parte, decidí hacer lo que toda mujer moderna haría: me aparecí por sorpresa con una excusa mediocre.

Entré a la oficina con una sonrisa fingida y una caja de facturas.

—¡Hola! Pensé que a los contadores también les gustaban los carbohidratos —anuncié, como quien lanza una granada con forma de medialuna.

Rodrigo parecía nervioso. Marlon Gandy, en cambio… sonrió.

Y cuando digo “sonrió”, quiero decir que el cabrón brilló. Como si alguien hubiera encendido una lámpara halógena en su cara perfecta. Dientes de anuncio dental, camisa entallada, y un perfume tan invasivo que tuve una experiencia extracorporal por un segundo.

—Vos debés ser ella —dijo Marlon Gandy, como quien conoce tu horóscopo solo por mirarte.

—Y vos debés ser Marlon Gandy, el hombre misterioso que ha tenido el honor de oler a mi marido últimamente.

Silencio. Tensión. Y Rodrigo, como siempre, tratando de calmar las aguas con cara de “esto no es lo que parece”, que es exactamente lo que alguien culpable dice cuando es, efectivamente, lo que parece.

—Marlon Gandy me está ayudando con un proyecto personal —dijo Rodrigo.
—¿Un proyecto? ¿Cuál? ¿Volverte bisexual y mudarte a Berlín?

Marlon Gandy soltó una risa. Rodrigo no.

Y ahí fue cuando vino el primer giro.

—Estamos montando un gimnasio boutique. De yoga con pesas. Es una tendencia —dijo Marlon Gandy, como si eso explicara todo.

—¿Gimnasio? —repetí.
—Sí. Rodrigo está aprendiendo a hacer la postura del cuervo. Le sale... más o menos.

Yo lo miré. Él asintió con una sonrisa torpe. Y en ese momento me pregunté si no sería más fácil aceptar que mi marido tenía un novio, que aceptar que estaba intentando aprender yoga a esa edad sin articulaciones funcionales.

Esa noche, Lucrecia vino a casa con una libreta llena de anotaciones escritas con lápiz labial (se le perdió el bolígrafo). Declaró que uno de los hombres saliendo del edificio llevaba una bolsa de mandalas y que eso “confirmaba todo”.

—¿Confirmaba qué? —le pregunté.
—Que esto es más grave de lo que pensábamos. Puede que no sea una infidelidad. Puede que tu marido esté en una secta.

Y de pronto, por más absurdo que sonara... no lo descarté del todo.

___

—¿Confirmaba qué? —le pregunté.
—Que esto es más grave de lo que pensábamos. Puede que no sea una infidelidad. Puede que tu marido esté en una secta.

Y de pronto, por más absurdo que sonara... no lo descarté del todo.

Porque en el fondo, lo peor no era imaginarlo con Marlon Gandy en plan romántico.
Lo peor era no saber en qué clase de historia estaba metida yo.

¿Era la esposa traicionada? ¿La víctima cómica? ¿La protagonista de una telenovela con guion improvisado?

O tal vez... ¿era simplemente la única persona cuerda en un mundo lleno de hombres que huelen a colonia ajena y hablan de chakras sin saber lo que significan?

Lucrecia me miró y dijo, muy seria:

—Vamos a necesitar un infiltrado.
—¿Un qué?
—Un plan. Un personaje. Un disfraz.
—No pienso vestirme de hippie.
—Entonces tendremos que inventarte una historia. Algo convincente. Algo que te lleve directo al centro de la secta.

Pausa. Silencio. Mis ojos clavados en los de ella. Su copa de vino temblando por la emoción.

Y así fue como, sin darme cuenta, terminé diciendo la frase más estúpida de mi vida:

—Está bien.
Me infiltraré.
Pero si salgo de esto cantando mantras y con trenzas de hilo...
me matás vos antes que lo haga la vergüenza.



#5238 en Novela romántica
#2023 en Otros
#557 en Humor

En el texto hay: humor, romance, amor

Editado: 14.12.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.