Hay tres cosas que nunca pensé ver en esta vida:
A mi marido comprando col rizada para dieta detox. .
A mi amiga Lucrecia siendo discreta.
Y a Marlon Gandy en mallas de yoga que le marcaban hasta el signo zodiacal.
Pero claro, todo eso pasó en el mismo día. Porque cuando el universo decide burlarse de ti, lo hace con producción completa: elenco, vestuario y una banda sonora de tambores tibetanos.
Todo comenzó porque decidí infiltrarme en el dichoso “gimnasio boutique”. Pensé: “Voy, me inscribo en una clase, y salgo de ahí con pruebas, moretones y una verdad incómoda”. Pero sólo conseguí lo segundo.
Llegué vestida para el crimen. Es decir, para sudar y juzgar en silencio. Leggings negros (que ya no estiran como antes), una camiseta vieja que decía “Namasté in bed” y una cola de caballo que gritaba “no estoy bien”.
Marlon Gandy me recibió en la puerta con una sonrisa que parecía patrocinada por el mismísimo demonio.
—¡Qué sorpresa verte! —dijo él, como si yo no estuviera claramente allí para espiar.
—Sí, es que decidí hacer algo por mi flexibilidad... física. Porque emocionalmente ya me estiro lo suficiente con este matrimonio.
Marlon Gandy rió. De esa forma ambigua que puede significar “me caes bien” o “te voy a destruir desde adentro hacia fuera con energía kundalini”.
Me apuntó en la clase, me dio una esterilla con olor a incienso y me colocó justo al lado de Rodrigo, quien estaba en posición de perro boca abajo con la gracia de un rinoceronte borracho.
—¿Qué haces aquí? —susurró mi esposo, con voz de marido que sabe que algo huele mal y no es el incienso de vainilla.
—Pasaba por aquí y pensé: ¿por qué no desmayarme en una sala con veinte desconocidos y mi marido en lycra?
—
Media hora después, tenía calambres en músculos que no sabía que existían, y un sospechoso temblor en el ojo derecho. Marlon Gandy daba instrucciones con voz suave, pero yo sospechaba que eso era parte del lavado cerebral.
—Respiren... conecten con su centro... dejen ir el ego...
Yo intenté dejar ir el ego. Pero me agarré a la sospecha como si fuera una cuerda de salvamento.
Todo el mundo se veía sereno, espiritual. Yo parecía poseída por un demonio del siglo XVIII. Mi camiseta se pegó a mi cuerpo como plástico de envolver, mis leggings se deslizaron más abajo de lo socialmente aceptable y, para colmo, Rodrigo ni siquiera me miraba. Estaba ocupado haciendo el saludo al sol como si realmente lo creyera.
Y ahí, entre una postura de guerrero II y el colapso de mi dignidad, sucedió lo peor.
Marlon Gandy se acercó... y me corrigió la postura.
Con las manos.
Sus manos en mi cadera.
Y no fue sexual, no. Fue peor: fue perfecto. Suave. Profesional. Casi terapéutico. Lo cual me dejó más confundida que una cabra en un spa.
—Tu energía está muy contenida —me susurró al oído.
Yo me quedé helada.
¿Mi energía? ¿Eso era un halago, un diagnóstico o una amenaza velada?
—
Después de clase, me arrastré fuera como un pez mojado, y lo encontré a Rodrigo hablando con Marlon Gandy en voz baja. Ambos sonreían. Marlon Gandy le tocó el brazo, muy casual. Rodrigo se rió.
Y yo… me congelé.
No por celos.
Sino porque me di cuenta de algo que no quería admitir.
Yo no tenía pruebas. Ni besos, ni fotos, ni nada con lo que pudiera gritar “¡CULPABLE!” como en un capítulo de La ley y el orden.
Tenía solo… un mal presentimiento.
Y ese es el problema con los presentimientos: nadie te los cree hasta que te explotan en la cara.
—
Esa noche, abrí la heladera buscando vino. Solo había kombucha.
Rodrigo se había olvidado de comprar el vino. Otra vez.
Y fue entonces cuando lo supe con absoluta certeza:
Aquí hay algo que no cierra.
Porque cuando tu marido deja de comprar Malbec y empieza a beber jugo de hongos fermentados, o se volvió loco…
…o se volvió alguien más.
Y ninguna de las dos opciones me gustaba.
Editado: 14.12.2025