No sé exactamente cuándo empecé a mentirme a mí misma con tanto estilo. Quizás fue el día que decidí que el matrimonio era como una hipoteca emocional: pagas cuotas de paciencia y a cambio te dan estabilidad… más o menos. Pero en los últimos días, esa hipoteca se parecía más a una estafa piramidal donde el único que ganaba era Marlon Gandy, con sus camisas ajustadas y su sonrisa que parecía decir: yo sé algo que tú no sabes.
Esa mañana, Rodrigo salió de casa con una colchoneta enrollada bajo el brazo, un batido verde en la mano y una actitud de monje budista en pleno detox emocional.
—¿Vas al gimnasio? —pregunté, cruzada de brazos.
—Sí, tienen clase especial de respiración consciente.
—Ajá. ¿Y vas a respirar con Marlon Gandy?
Rodrigo sonrió como si la vida fuera una comedia romántica de los noventa y él acabara de salir de un armario metafórico. Me besó en la mejilla. Sin responder.
La verdad era que ya no sabía si quería respuestas.
—
Esa tarde me tomé el atrevimiento de aparecer en el gimnasio “boutique”. Fui como clienta. Bueno… como “mujer con leggings prestados, una botella de agua que todavía tenía vino de anoche y cero intención de sudar”.
Marlon Gandy me recibió en la entrada con su típico entusiasmo inquietante.
—¡Vos otra vez! Me encanta que vengas. Rodrigo dijo que eras escéptica.
—No, escéptica no. Soy… realista con experiencia.
—Perfecto. Hoy tenemos clase de yoga tántrico suave. Nada invasivo, solo conexión espiritual. ¿Te animás?
Lo dijo como si estuviéramos a punto de saltar en paracaídas juntos. Y lo peor… es que acepté. Porque no iba a dejar que ese hombre me ganara también en elasticidad emocional.
La clase fue… confusa. Había música de cuencos tibetanos, una mujer que lloró al hacer la postura del niño, y un instructor con sandalias y acento belga que hablaba de “canalizar el yo profundo por medio de la exhalación”.
Yo estuve a punto de canalizarle una piña en la garganta.
Pero lo peor fue el final. Marlon Gandy me tomó las manos —sí, sin preguntar— y me dijo:
—Hay muchas formas de amar, ¿sabés? Algunas no necesitan explicación.
Esa noche no pude dormir.
Me quedé despierta mirando el techo y preguntándome qué demonios estaba pasando. Si Rodrigo me mentía, si Marlon Gandy me estaba provocando, si yo estaba perdiendo la cabeza o simplemente era una mujer aburrida buscando una excusa para sentir que su vida todavía tiene giros argumentales.
Y entonces recordé algo.
Rodrigo había dejado la mochila del gimnasio en el pasillo. Fui. Abrí el cierre. No me siento orgullosa, pero lo hice.
Y encontré algo.
Un pequeño frasco con etiqueta manuscrita: “Aceite esencial de conexión energética. Solo usar en momentos clave”.
Y debajo del frasco… una tarjeta.
Con el nombre de un hotel boutique.
En otra ciudad.
Reservado a nombre de Marlon Gandy.
Para dos personas.
—
¿Y si no era yoga lo que estaban haciendo? ¿Y si esta vez no estaba tan equivocada? ¿O… peor aún: y si lo estaba completamente?
Sea lo que fuera, al día siguiente, me iba a presentar en ese hotel.
Con una sonrisa hipócrita, un par de binoculares, y Lucrecia escondida en el baúl del coche.
Porque si iba a perder la cordura, al menos que fuera con estilo.
—continuará—
Editado: 14.12.2025