🌑 Capítulo 2: El Reencuentro
Masha ya estaba a punto de dar a luz.
Zeta seguía trabajando como médico en la comunidad, pero la quietud del refugio se sentía cada vez más una tensa calma, confundida con la dulce ansiedad del nacimiento. Desde que se despidieron justo al salir del túnel, Zeta había intentado convencerse de que Marx, el amigo que lo había ayudado a cruzar la frontera y un fantasma necesario en la revolución, seguía dominado por sus ideales y no por sus recuerdos. Ocho largos meses y medio habían pasado, y Zeta no sabía si volvería a verlo.
Pasaron dos semanas más.
Un día, al caer la tarde, Zeta sintió una presencia familiar. El reencuentro con Marx fue silencioso, breve, pero la mirada del revolucionario lo dijo todo: había peligro en sus ojos. Se reunieron en la parte trasera del centro de salud, y Zeta, desesperado por aferrarse a su burbuja de felicidad, le contó sobre el embarazo de Masha y lo felices que eran en el refugio. Marx no quería arruinar ese momento, pero su lealtad al amigo era más fuerte que su silencio. Menos aún podía ocultarle algo tan importante, sabiendo que una nueva vida estaba a punto de nacer.
Ambos se sentaron en el viejo banco de madera, mirando cómo las sombras de los árboles se alargaban sobre el horizonte. Zeta sentía que su amigo dudaba.
—Vamos, Marx. Ya deja las vueltas y dime —dijo Zeta, su voz más firme de lo normal.
El hombre suspiró, recogiendo su valor.
—Los buscan por desertores. Y no es solo un registro rutinario. Especialmente a ti, Zeta. A la humana... ya lo sabes. Pero a ti, el comando de recuperación te quiere devuelta para hacerte olvidar hasta tu nombre. Serás un autómata. Tu memoria será un borrón.
Zeta dio un golpe tan fuerte que el sonido del impacto contra la madera retumbó en el lugar. Los pocos que estaban cerca se asombraron, pues en la comunidad nunca lo habían visto exhibir tal explosión de ira. Marx se dio cuenta de que había tocado el núcleo de su nueva humanidad.
—Vamos a caminar —le dijo con calma—. Un poco de aire nos hará bien.
Zeta se disculpó con algunos lugareños que pasaban por allí y salieron. El cielo estaba nublado, y el viento soplaba suave, trayendo consigo el reconfortante olor a leña que se preparaba en los hogares. Mientras caminaban y el aire fresco levantaba las hojas del suelo, Zeta habló, con una cadencia desesperada:
—No temo a la muerte, Marx —comenzó, su voz ahora baja y ronca—. Temo a lo que me harían. No soporto la idea de perder a Masha y a mi hijo... o peor aún, no poder recordarlos. Borrar esta vida sería... estar muerto en vida. No ver crecer a mi hijo, no besar a mi mujer cada día, cada noche.
En esa simple y poderosa frase, "mi mujer", Marx comprendió el abismo de emoción al que Zeta se enfrentaba.
—De mi parte, jamás nadie lo sabrá —le respondió, poniéndole la mano en el hombro—. Solo ten mucho cuidado. Sé que están enviando drones espías, completamente imperceptibles, por todo el cielo. Las Smart Cities se están expandiendo como una plaga. Zeta, sabes bien que tu prototipo es único, y si se enteran de lo del bebé, ni qué decir.
Zeta asintió. El peso de las palabras de Marx lo dejaba sin habla.
—Bueno, amigo, mi camino sigue. Pero lo mejor sería que evalúes seriamente la posibilidad de que tengan que irse. De moverse a otra comunidad, de desaparecer de nuevo. No demores. El tiempo ahora no es solo tuyo, es de tu hijo.
Se despidieron con un abrazo fugaz, cargado de la promesa de la revolución. Zeta quedó inmóvil, mirando la oscuridad del bosque, con más preguntas que respuestas. La vida que latía en su casa era un milagro, pero el precio de ese milagro podría ser su propia alma.