🌕 Capítulo 3: Pariendo la Nueva Humanidad
El sol apenas se había ocultado, tiñendo el horizonte de púrpura, cuando Zeta abandonó el pequeño centro de salud. Llevaba el peso de la conversación con Marx como una carga física. Con las manos hundidas en los bolsillos de su bata, caminaba bajo el crepúsculo. La neblina característica del refugio se estaba levantando lentamente, y en el cielo oscuro, la Luna Llena 🌕 brillaba con una luz fría y absoluta, como un ojo cósmico observando la Tierra.
El viento arrastraba el olor dulce de la tierra mojada y el humo de las chimeneas. La tranquilidad del refugio contrastaba con el terror que lo devoraba: la inminente llegada de su hijo y la amenaza de los drones espías. Pensaba en Marx, en la advertencia sobre la memoria borrada, en el precio que Masha y el bebé podrían pagar.
Llegó a la cabaña y, al abrir la puerta, el miedo se hizo realidad.
El aire interior era espeso, cargado de sudor, esfuerzo y un miedo silencioso. Zeta corrió hacia el dormitorio al escuchar los gritos desgarradores de Masha. La encontró arrodillada sobre la cama, con las sábanas empapadas, el rostro contraído por oleadas de dolor que parecían no tener fin. Cada contracción la hacía gritar, y cada grito le partía el alma.
—¡No puedo más, Zeta! —imploró Masha, con lágrimas mezcladas con sudor.
—Sí puedes, amor. Estoy aquí —susurró él, sosteniéndola por la espalda—. Respirá conmigo. Inspirá… ahora exhalá.
Aunque había asistido decenas de partos, esta vez era distinto. No era el médico; era el padre aterrorizado de ver a la mujer que amaba al borde del colapso, luchando por traer al mundo a su hijo. Su hijo. El primero de una nueva humanidad.
De pronto, la puerta se abrió de golpe. Eunice irrumpió con determinación, con el rostro iluminado por la luz de la luna que se filtraba, como si las estrellas mismas la hubieran guiado hasta allí.
—¡Necesitamos agua caliente, toallas y tijeras! —ordenó Zeta sin apartar los ojos de Masha.
Eunice asintió y salió disparada. Aitor asomó por la entrada, palideció al ver la escena y retrocedió para refugiarse en la cocina, donde encendió un cigarrillo con manos temblorosas.
Masha jadeaba, agotada pero con una fuerza feroz en la mirada.
—¡Puja! —gritó Zeta, sintiendo la urgencia en su voz—. ¡Ahora, Masha!
Ella apretó su mano con una fuerza sobrehumana, como si en ese gesto concentrara toda su rabia, su dolor y su esperanza. Zeta comprendió el mensaje: era el grito silencioso de una madre luchando por dar vida.
En ese instante, fuera de la cabaña, el cielo pareció encenderse, a pesar de la Luna Llena. Se había formado el Gran Trígono, con Urano, Plutón, Saturno y Neptuno alineándose para marcar el destino. El cambio de los transpersonales, lo más importante para la humanidad, estaba ocurriendo. Era como si el universo entero contuviera la respiración ante el evento.
Con un último grito que pareció rasgar el velo de la realidad, el bebé nació.
Zeta lo recibió entre sus manos, firmes por el amor y la emoción. Cortó el cordón umbilical con precisión milimétrica, limpió al recién nacido y lo acercó al pecho de Masha.
El llanto del bebé llenó la habitación. Era un sonido agudo, vital, que barrió toda la tensión acumulada.
Zeta miró a su hijo por primera vez. Sintió un latido profundo resonar dentro de sí al unísono con el del pequeño corazón. No era biología; era algo más. Algo cósmico.
—Es perfecto —murmuró Masha, con voz quebrada por el agotamiento y la felicidad.
Eunice observaba en silencio, llorando sin hacer ruido. Aitor se asomó desde la puerta, apoyándose en el marco para no desplomarse.
Zeta posó una mano en la mejilla de Masha.
—Gracias —le dijo, y esas dos palabras cargaban universos enteros.
Afuera, la noche seguía igual… pero nada volvería a ser lo mismo.
La nueva humanidad había llegado.
Y su llanto era solo el principio del futuro.