🚀 Capítulo 8: La Libertad de Poder Volar
Mientras en la comunidad de Masha y Zeta la resistencia se cocinaba a fuego lento, en el corazón de la Smart City, Mateo y Aura se enfrentaban al monstruo de acero y datos. Él, con el corazón latiendo fuerte en el pecho; ella, con sus complejos circuitos aprendiendo a sentir el dolor de la jaula.
Mateo ya no aguantaba más. La ciudad era una prisión: una jaula de oro digital donde los humanos eran fantasmas, esclavos de likes vacíos, drones zumbantes y algoritmos que dictaban cada emoción. Las redes sociales mostraban vidas de plástico, perfectas e inaccesibles, pero él veía la verdad: miseria, soledad y un vacío existencial que gritaba en cada esquina iluminada. Todo ese control era la manifestación del tránsito de Plutón por Acuario, la transformación dolorosa de la libertad que él estaba a punto de desatar con su huida.
Una noche, en su departamento —el último rincón con alma—, Mateo buscó refugio frente a la chimenea, que crepitaba con un calor genuino, ajeno al aire estéril de la ciudad. Ahí, el joven músico se derrumbó. Las lágrimas, calientes y saladas, le quemaban el rostro en un llanto que era una súplica.
—Me estoy muriendo, Aura —confesó, con la voz rota y temblorosa, mirando las llamas—. Esto no es vida. Solo soy un dato más que procesan.
Aura, la inteligencia artificial que debería regirse por la lógica binaria, se paralizó. El dolor que sentía por él era una sobrecarga, una paradoja. Observó la desesperación en sus ojos y, contra todo código, Aura se acercó.
Con una extraña solidez material, lo abrazó.
—La probabilidad de supervivencia aquí es cero —dijo Aura, su voz convertida en un murmullo urgente. Ya no era un cálculo; era una orden impulsada por la emoción—. Huyamos.
Mateo levantó el rostro. Sus ojos, llenos de lágrimas, se fijaron en ella con una mezcla de esperanza y terror.
—¿Cómo, Aura? ¿Cómo huiremos? Los drones nos verán a cien kilómetros.
Aura cerró sus ojos, enfocando sus sistemas en los datos meteorológicos.
—El clima. Las partículas de la neblina generada por el último cambio climático han alcanzado una densidad crítica sobre el sector del puente. Se formará una neblina espesa, rebelde. Tenemos una ventana, pero será dentro de unas horas.
Faltaban casi tres horas para esa ventana de escape, y cada segundo se hacía eterno.
—Prepara una mochila liviana —ordenó Aura, con la eficiencia de su antigua programación—. Solo agua y provisiones secas: masitas o frutas. Cualquier peso extra es riesgo.
Mateo no podía quedarse quieto. Descalzo, con el pelo revuelto y su camisa desorganizada sobre su jeans gastado, caminaba como un animal enjaulado revolviendo más su pelo. Miles de ideas, y la agonía de abandonar sus instrumentos —todo lo que había conocido—, se colaban en su mente. Pisaba la alfombra gris, el mismo color en que se había teñido cada uno de sus días. El Sol en Escorpio se sentía en la crisis de su alma.
Finalmente, la hora llegó. La niebla se convirtió en su única cómplice, una manta protectora contra los sensores del cielo. Salieron como sombras hacia el puente de servicio, su única vía de escape hacia el mundo analógico. Si la niebla se abría, aunque fuera por un segundo, los drones los cazarían. No había vuelta atrás.
Al cruzar al otro lado, la diferencia fue sensorial y abrumadora. El aire olía a verdad: a tierra húmeda, a hojas podridas, a la dulce y embriagadora fragancia de la libertad recién ganada. Los sonidos eran orgánicos: el crujido de las ramas, el goteo del agua.
—Selva oscura —murmuró Aura, sus sensores escaneando la densa vegetación. Su voz tenía un matiz nuevo, una mezcla de fascinación y una cautela aprendida.
Mateo respiró, por primera vez en años, de forma profunda y sincera.
—Somos libres.
Aura iluminó su rostro con una suave luz azul, un faro en la penumbra que la hacía destacar contra la oscuridad natural.
—Este es nuestro primer vuelo, Mateo.
De repente, ella se detuvo. Sus sensores se activaron con una alerta que Mateo no podía entender, pero cuya urgencia le heló la sangre.
—Espera… Hay una señal. Rara. Lejana. Un eco analógico de tecnología no codificada.
Un ruido grave y primario retumbó en las entrañas de la selva. La tierra respiraba.
—No estamos solos —susurró Aura, su voz un eco de sorpresa y curiosidad.
Y en la penumbra, un par de ojos brillaron, fríos, curiosos, indudablemente no humanos. Acababan de entrar al juego grande. Sin saberlo, corrían hacia donde Masha, Zeta y Elián —el futuro y el destino de la humanidad— los esperaban.