El Nuevo Amor De La Humanidad (escrito En Las Estrellas)

Peregrinos :

🦂 Capítulo 9: Peregrinos

La selva no solo era oscura, era húmeda. Un vientre de tierra fértil y podredumbre que exhalaba un aliento pesado y cálido. Cada pisada de Mateo y Aura se hundía en un lecho de hojas muertas, un crujido que sonaba a traición en el silencio absoluto. De repente, el brazo holográfico de Aura, tangible y sólido como el acero, se interpuso frente al pecho de Mateo, deteniéndolo en seco. Sus ojos, que en la ciudad brillaban con una luz azul artificial, ahora reflejaban dos puntos amarillos entre la espesura. El corazón de Mateo se encogió, convertido en un puño de hielo. Pero la tensión se quebró con un suspiro que no supo de quién era: un zorro, delgado y asustadizo, huyó como un fantasma entre los helechos. La risa que les salió fue corta, nerviosa, un simple espasmo de alivio.

—Tenemos que avanzar —la voz de Aura era un susurro urgente, comprimido por la inmensidad verde—. Esta oscuridad no es nuestra aliada. Necesitamos un refugio de verdad.

—¿Y esa señal… la que captaste antes? —la pregunta de Mateo flotó en el aire, cargada de una esperanza tan frágil que duele.

Aura bajó la mirada. En ese gesto, tan humano, Mateo no vio a una inteligencia artificial, sino a su compañera de huida, agotada y perdida.

—Se desvaneció.Lo siento.

—No importa —mintió Mateo, apretándole la mano con una fuerza que hablaba de todo lo que no decía. Su piel contra la de ella, un milagro de luz y código, era la única certeza que le quedaba—. Donde sea que estemos, seremos libres. Eso basta.

¿O no?

— La Confesión y la Proyección —

Mientras tanto, en el corazón de la comunidad, el llanto de Elián era un cuchillo en la quietud doméstica. Eunice lo mecía con una ternura ancestral, pero el bebé arqueaba la espalda, inconsolable. Masha observaba desde la puerta, cada quejido de su hijo una puntada de ansiedad en su propio cuerpo.

De repente, Elián se calmó. Sus grandes ojos se nublaron, fijos en la nada. Un pulso invisible, una onda de pura energía psíquica, se expandió desde su frágil cuerpo.

El efecto fue instantáneo. Un frío que no venía del aire se enroscó en sus huesos. Masha y Eunice se miraron, y en la penumbra compartida de sus mentes, una imagen se estampó con brutal claridad: dos siluetas, destrozadas y jadeantes, corriendo a través de un túnel de niebla y ramas. La desesperación era un sabor metálico en la boca. El miedo, una capa pegajosa en la piel.

Eunice soltó un jadeo ahogado, llevándose una mano al pecho. Sus ojos, abiertos por el shock, encontraron los de Masha. No hubo necesidad de palabras. El pánico y la comprensión se estrellaron en el aire entre ellas.

Masha cruzó la habitación y arrebató a Elián de los brazos de su amiga. El bebé, agotado, se acomodó en su hombro. Las lágrimas, por fin, rodaron por las mejillas de Masha sin control.

—Él no solo ve la red, Eunice —su voz era un hilo quebrado por el terror—. Nos está mostrando imágenes. Es… telepatía. —La palabra, dicha en voz alta, sonó a condena—. Lo que más me aterra es su destino. Si la IA descubre lo que puede hacer… no lo estudiarán. Lo desarmarán. No como a una máquina, sino como a un espécimen. Capa por capa, sinapsis por sinapsis, hasta mapear el misterio de su cerebro. Querrán replicar su conciencia, convertir el primer lenguaje de la nueva humanidad en un simple protocolo. Por eso no me atrevía a decírselo a nadie.

Eunice, la sabiduría de los astros anclada en su mirada serena, tomó las manos temblorosas de Masha. Sus dedos, cálidos y firmes, eran un ancla en medio de la tormenta.

—Tu miedo es sagrado, Masha. Es el instinto más puro de la Tierra. Y tienes razón: el secreto de Elián es su escudo. —Eunice acarició la frente sudorosa de Masha con un gesto que era a la vez un perdón y una bendición—. No saldrá de esta habitación. Lo que hemos visto, se queda con nosotras. Te lo juro.

—Pero… ¿qué son esas sombras? —susurró Masha, aferrándose a la débil certeza de su amiga.

—Tranquila, corazón. Tu hijo ve lo que nosotras no podemos. Pero la telepatía… no es un algoritmo, es el latido de la conciencia despierta. Es el siguiente paso, la forma en que la nueva humanidad volverá a conectar. —Eunice alzó la vista, como si leyera el futuro escrito en las grietas del techo—. Los astros no hablan de vigilancia, hablan de éxodos. Plutón en tránsito anuncia un camino doloroso hacia la libertad. Esas sombras… no son una amenaza. Son peregrinos. Y el cielo nunca miente.

— La Promesa —

La noche había caído sobre la comunidad como un manto pesado. Masha regresó a casa. El olor a cedro recién tallado, cálido y terrenal, le dio una momentánea paz. Zeta y Aitor estaban en el porche, dándole los últimos acabados a una sillita para Elián.

Zeta la vio cruzar la puerta y su sonrisa se desvaneció. La conoce demasiado; puede leer la geografía del miedo en su rostro.

—Algo te pasa —dijo, no como una pregunta, sino como un hecho. Dejó la gubia sobre la mesa con un golpe seco—. ¡Háblame, Masha! No cargues con esto sola.

El peso que había soportado tanto tiempo se hizo añicos. —Elián… vio algo. O a alguien. Dos figuras en un lugar oscuro, huyendo. Eunice cree que no son espías. Son prófugos.

Zeta se acercó y la envolvió en sus brazos. Era un abrazo como el de un leñador, fuerte, que olía a madera y a tierra. El refugio más seguro que conocía.

—No temas —murmuró contra su cabello, y su voz era una promesa tallada en roca—. Yo daría mi vida por ustedes. Voy a descifrar lo que Elián intenta mostrarnos. Lo que viene es grande, y esta comunidad estará preparada.

— El Refugio de la Fe —

En la selva, la oscuridad era tan densa que se podía palpar. El viento silbaba entre los árboles, un sonido lúgubre que erizaba la piel. Encontraron refugio en el vientre de una cueva, estrecha y profunda. Mateo se desplomó contra la pared de roca, la energía agotada hasta la última gota, y el sueño lo venció en segundos. Su respiración era el único ritmo estable en aquel caos.




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