👣👣👣 Capítulo 10: Eres el camino que guía mis pasos
El amanecer tiñó el cielo de un azul pálido cuando Zeta se incorporó en la cama. A su lado, Masha respiraba con la agitación de un sueño intranquilo. Él se deslizó fuera de las cobijas y se puso en marcha. En la pequeña cocina, mientras las hierbas para el té de Masha liberaban su aroma en el agua hirviendo, su mente no descansaba. Elián dormía, pero en la quietud de la habitación, Zeta sentía el zumbido constante de esa mente joven y poderosa, un canal siempre abierto que tendía puentes en la oscuridad y guiaba a dos extraños hacia ellos.
Al regresar con la taza humeante, encontró a Masha con los ojos abiertos, mirando el techo con una preocupación que le partió el alma.
—Cariño, ¿qué es lo que te tiene así? —preguntó, su voz un faro de calma en su tormenta interior.
Masha se incorporó, aceptando la taza con manos que levemente temblaban.
—Zeta,¿qué haremos? No sé cómo manejar esto. La telepatía de Elián... y esas personas. ¿Y si son espías? ¿O algo peor?
Zeta se sentó a su lado. Su mirada era de una claridad absoluta, como si estuviera escuchando una voz que solo él podía oír.
—No lo son—declaró, con la certeza de quien recibe un informe directo—. Elián ya me mostró todo. Sus mentes, su huida... su necesidad. Son como nosotros lo fuimos. Él los guía aquí porque son necesarios. Lo sé con la misma seguridad con que sé que el sol saldrá mañana.
Masha contuvo el aliento. Esa era la raíz de su temor: esa conexión perfecta entre padre e hijo que a menudo no necesitaba de palabras, ese diálogo silencioso del que ella, a pesar de todo su amor, estaba excluida. Zeta no intentaba calmarla; simplemente le transmitía un hecho consumado. Él operaba con el mapa completo que Elián le proyectaba en la mente; ella navegaba a ciegas, guiada solo por la fe en ese niño extraordinario y el hombre que era su puente hacia él. Asintió en silencio, confiando en la certeza de su esposo, pero cargando sobre sus hombros el peso de un misterio que, como madre, sentía demasiado grande.
Poco después, Zeta salió hacia el pequeño hospital de la comunidad. Mientras caminaba, no podía evitar el contraste con las Smart Cities de su pasado. Allí, la biotecnología había erradicado hasta el más mínimo resfriado. Aquí, cada tos podía ser el preludio de una neumonía; cada fiebre infantil, una batalla contra la muerte. Y en el centro de todo eso, Masha, humana y vulnerable. Ese era su verdadero miedo, uno que jamás pronunciaría en voz alta: la fragilidad de la carne que amaba.
Sabía que Elián era distinto. No solo por la telepatía. Llevaba en sus venas el código inmune perfeccionado de Zeta, un legado silencioso que lo volvía inmune a las enfermedades que acechaban a la comunidad. A sus tres años, jamás había conocido la fiebre. Masha lo sabía, era un secreto que compartían, una pequeña luz en la oscuridad de un mundo hostil.
Mientras tanto, guiados por el hilo invisible de la mente del niño, Mateo y Aura avanzaban. La selva cedía ante ellos, sin que ellos sospecharan que su destino no era solo encontrar un refugio, sino convertirse en la clave para su futura supervivencia. Aura, con su naturaleza de holograma materializable, era la llave que Elián, en su sabiduría infantil, había identificado para una misión que ni ellos mismos imaginaban.s el camino que guía mis pasos
El amanecer tiñó el cielo de un azul pálido cuando Zeta se incorporó en la cama. A su lado, Masha respiraba con la agitación de un sueño intranquilo. Él se deslizó fuera de las cobijas y se puso en marcha. En la pequeña cocina, mientras las hierbas para el té de Masha liberaban su aroma en el agua hirviendo, su mente no descansaba. Elián dormía, pero en la quietud de la habitación, Zeta sentía el zumbido constante de esa mente joven y poderosa, un canal siempre abierto que tendía puentes en la oscuridad y guiaba a dos extraños hacia ellos.
Al regresar con la taza humeante, encontró a Masha con los ojos abiertos, mirando el techo con una preocupación que le partió el alma.
—Cariño, ¿qué es lo que te tiene así? —preguntó, su voz un faro de calma en su tormenta interior.
Masha se incorporó, aceptando la taza con manos que levemente temblaban.
—Zeta,¿qué haremos? No sé cómo manejar esto. La telepatía de Elián... y esas personas. ¿Y si son espías? ¿O algo peor?
Zeta se sentó a su lado. Su mirada era de una claridad absoluta, como si estuviera escuchando una voz que solo él podía oír.
—No lo son—declaró, con la certeza de quien recibe un informe directo—. Elián ya me mostró todo. Sus mentes, su huida... su necesidad. Son como nosotros lo fuimos. Él los guía aquí porque son necesarios. Lo sé con la misma seguridad con que sé que el sol saldrá mañana.
Masha contuvo el aliento. Esa era la raíz de su temor: esa conexión perfecta entre padre e hijo que a menudo no necesitaba de palabras, ese diálogo silencioso del que ella, a pesar de todo su amor, estaba excluida. Zeta no intentaba calmarla; simplemente le transmitía un hecho consumado. Él operaba con el mapa completo que Elián le proyectaba en la mente; ella navegaba a ciegas, guiada solo por la fe en ese niño extraordinario y el hombre que era su puente hacia él. Asintió en silencio, confiando en la certeza de su esposo, pero cargando sobre sus hombros el peso de un misterio que, como madre, sentía demasiado grande.
Poco después, Zeta salió hacia el pequeño hospital de la comunidad. Mientras caminaba, no podía evitar el contraste con las Smart Cities que estaban en su mente. Allí, la biotecnología había erradicado hasta el más mínimo resfriado. Aquí, cada tos podía ser el preludio de una neumonía; cada fiebre infantil, una batalla contra la muerte. Y en el centro de todo eso, Masha, humana y vulnerable. Ese era su verdadero miedo, uno que jamás pronunciaría en voz alta: la fragilidad de la carne que amaba.
Sabía que Elián era distinto. No solo por la telepatía. Llevaba en sus venas el código inmune perfeccionado de Zeta, un legado silencioso que lo volvía inmune a las enfermedades que acechaban a la comunidad. A sus tres años, jamás había conocido la fiebre. Masha lo sabía, era un secreto que compartían, una pequeña luz en la oscuridad de un mundo hostil.
Mientras tanto, guiados por el hilo invisible de la mente del niño, Mateo y Aura avanzaban. La selva cedía ante ellos, sin que ellos sospecharan que su destino no era solo encontrar un refugio, sino convertirse en la clave para su futura supervivencia. Aura, con su naturaleza de holograma materializable, era la llave que Elián, en su sabiduría infantil, había identificado para una misión que ni ellos mismos imaginaban.