Capítulo 3: La fiebre silenciosa (noche al límite)
La noche cayó como un telón pesado. El campamento entero parecía contener la respiración. En la tienda de Masha, la llama de la fogata moría y volvía a nacer en destellos cortos; cada chispa era un latido que decía que aún estaban vivos. Zeta y Masha se acomodaron sin prisa, pero la conversación, cuando llegó, estuvo cargada de una tensión contenida.
—La niebla de Neptuno… no es solo un presagio, es una advertencia que nos obliga a decidir en la oscuridad —dijo Masha, casi sin mirarlo, observando el techo de lona que crujía con cada ráfaga de viento.
—Si hay un plan, debe hacerse ahora —respondió Zeta, manteniendo la voz firme, aunque su interior ardía de incertidumbre—. Vamos a necesitar cada minuto, cada segundo.
El aire se espesó cuando un murmullo lejano se convirtió en un rugido breve: la alarma de algo que no debían ver llegar. En el pasillo improvisado entre tiendas, el personal médico gritó instrucciones: pacientes que empeoran, fiebre que sube de golpe, un ritmo cardíaco que se aceleraba con cada minuto que pasaba sin una dosis.
A la entrada apareció un médico con la frente perlada de sudor, seguido por dos enfermeras que cargaban una caja fría de vacunas. Sus ojos, cansados pero resueltos, recorrieron el campamento con una mirada que sabía a batalla perdida si no se movían con precisión.
—Llegaron refuerzos y vacunas —anunció el médico, apenas audible sobre el zumbido de la noche—. Pero necesitamos que se abran rutas de evacuación claras, que se designe un punto de distribución y que nadie se acerque sin protocolo. Las condiciones son críticas.
La tensión se instaló en cada gesto. Los enfermos, apilados en camillas y mantas, miraban con ojos ausentes pero atentos; algunos agitaban manos temblorosas buscando consuelo, otros susurraban plegarias en medio del silencio. El barullo de las voces médicas se cruzaba con el llanto contenido de las madres, la respiración entrecortada de quienes permanecían al borde.
Zeta tomó el control de la situación con la precisión de un plan que ya había ensayado mil veces en su cabeza. Se acercó al médico y preguntó rápidamente:
—¿Cuántas dosis tenemos? ¿Cómo vamos a rotarlas para que nadie quede fuera?
—Cien dosis, suficientes para tres rondas si mantenemos el frío —respondió el médico, ajustándose la máscara improvisada—. Pero el tiempo no es nuestro aliado. Cada minuto que perdemos… podemos perder a alguien.
La tensión se disparó cuando un enfermero corrió hacia la tienda de Masha, empapado en sudor y con la pantalla de un monitor portátil que marcaba un pulso irregular en un anciano allí presente.
—¡Cuidado! —gritó el enfermero—. Este paciente tiene una arritmia rara. Si llega a superar la dosis sin control, podría haber complicaciones graves.
Masha, con el pulso acelerado pero la voz controlada, se acercó al paciente y giró suavemente la cabeza para facilitar la supervisión.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó, mirándolo con una mezcla de miedo y determinación.
—Mantener la vigilancia, monitorizar señales vitales y aplicar compresas frías en intervalos cortos para evitar un colapso por fiebre. No hay tiempo para errores.
La escena se convirtió en un sube y baja de emociones: la ansiedad crecía como una ola, la mano de Zeta rodeaba la de Masha para darle seguridad, la voz del médico marcaba cada paso con precisión, y las manos de quienes esperaban la cura temblaban con cada minuto que pasaba. Cada detalle parecía cargar un peso irreversible.
Cuando por fin llegaron las vacunas y el equipo médico se desplegó, la tensión parecía haber sido contenida por un hilo fino. Pero la calma era engañosa: sabían que el próximo minuto podría traer un nuevo objetivo, una nueva necesidad de decisión. Las dosis se distribuyeron bajo protocolos estrictos, seguidas de un período de observación que parecía eterno.
Los astros se hicieron sentir entre cada acción humana: Saturno recordaba que la disciplina debía equilibrarse con la visión y la esperanza. Cada decisión, cada paso, estaba sutilmente guiado por ese equilibrio entre estructura y sueños. La influencia se percibía en la concentración de Zeta, en la serenidad que Masha transmitía a los demás, y en el hilo invisible que conectaba a todos en la tienda.
La noche continuó con un ritmo casi ritual: monitorización, miradas que se cruzaban entre Masha y Zeta, y susurros de aliento que trataban de no convertirse en promesas vacías. En un instante crucial, Masha se acercó a Zeta, su voz baja, casi un secreto:
—Si la fiebre regresa con fuerza, ¿qué haremos?
—Nos aferramos a la esperanza, a la evidencia y a la gente —respondió él, apretando su mano con una firmeza que decía: no te dejaré sola.
La lluvia golpeó la lona como si intentara borrar la memoria de esa noche. Los relámpagos iluminaban brevemente las caras de médicos, enfermeras y pacientes, todos unidos por un hilo de miedo, coraje y deseo de sobrevivir.
Cada latido del corazón, cada gota de sudor, cada respiración contenía un pacto silencioso: resistir y mantener la llama viva.
A medida que la primera ronda de dosis se acercaba a su fin, la tensión parecía disminuir, aunque la sombra de lo que podría venir seguía ahí. El amanecer, tímido pero decidido, se filtró entre las paredes de la tienda y el campamento, dejando claro que la noche había dejado una marca, pero también una promesa.
—Mañana será otro día —dijo Masha, con una respiración que aún traía la intensidad de la noche.
—Mañana pertenece a quienes luchan —respondió Zeta, sosteniendo su mirada con la certeza de quien sabe que no están solos.