Capítulo 3: La fiebre silenciosa:
Capítulo 3: La fiebre silenciosa
Las semanas habían tejido una rutina dorada alrededor de Masha y Zeta. Los atardeceres los encontraban siempre juntos, caminando hacia la tienda mientras el cielo se teñía de naranjas y violetas. El aire, cada vez más frío, olía a tierra húmeda y a leña recién cortada. Zeta encendía la fogata con movimientos precisos, las llamas crepitantes pintando sombras danzantes en su rostro. Masha se sentaba cerca, envolviéndose en una manta gruesa mientras le contaba historias de su infancia, de su madre, de un mundo que ya no existía.
—Mi madre anotaba todo en su cuaderno —decía Masha, mirando las estrellas que comenzaban a aparecer—. Decía que Neptuno en Aries junto a Saturno traería una nueva pandemia. Algo que la neblina de Neptuno no dejaría ver con claridad.
Zeta, que podía calcular la órbita de cualquier planeta en segundos, no encontraba referencias científicas sobre aquella predicción. Sin embargo, algo en la certeza de la voz de Masha lo hacía guardar silencio. Le alcanzó una taza de té de manzanilla, cuyo vapor se elevaba en espirales hacia el cielo estrellado.
—No quiero imaginarlo —confesó Zeta, su voz más baja de lo habitual—. Una nueva pandemia... sería el fin de lo poco que nos queda.
Un viento inusual comenzó a levantarse, cálido y cargado de arena fina. Zeta frunció el ceño. A esa hora, el aire debería ser frío y quieto.
—Puede ser una tormenta de arena —dijo, poniéndose de pie—. Mejor que entremos.
Pero el viento se intensificó, trayendo consigo un calor anormal y un silbido inquietante. Cuando Zeta se volvió para dejar a Masha segura en la tienda, ella tomó su mano con fuerza. Sus dedos temblaban como hojas en una tormenta.
—No me dejes —susurró, sus ojos grises llenos de un miedo ancestral.
Zeta la envolvió en sus brazos, sintiendo lo delgada que era bajo su ropa. —Tranquila, Masha. Nada te pasará mientras yo esté aquí.
Esa noche se acostaron vestidos, Masha acurrucada contra el pecho de Zeta como un pájaro buscando refugio. Mientras ella dormía, Zeta inhaló su suave aroma a jabón y cabello limpio, y por primera vez, permitió que sus dedos acariciaran su mejilla. Un escalofrío inexplicable recorrió todo su ser, como si algo profundamente humano estuviera despertando en él.
Al amanecer, Zeta preparó café mientras Masha se aseaba. —Me voy a acostumbrar a este desayuno de hotel —bromeó ella, secándose el cabello plateado con una toalla.
Pero la tranquilidad se rompió cuando llegaron corriendo dos soldados con los uniformes desgarrados y las máscaras antipolvo mal ajustadas.
—Zeta, necesitamos tu ayuda —jadeó uno de ellos—. Hay un virus nuevo, traído por el viento de anoche. Contamina el agua y se propaga por el aire.
El campamento se había transformado en un infierno. Las camas de campaña estaban abarrotadas de personas con fiebre alta, tosiendo sangre y sudando profusamente. El olor a enfermedad y desinfectante saturaba el aire. Zeta contó al menos cuarenta casos en solo una sección.
—Masha, regresa a la tienda —ordenó Zeta, su voz grave—. Tienes suministros para quince días. No salgas por nada.
Los días siguientes fueron una carrera contra el tiempo. Zeta no fabricó una vacuna, sino que usó sus capacidades de análisis avanzado para examinar miles de muestras de sangre, buscando un patrón, una anomalía, una clave. Mientras los médicos humanos trabajaban con hipótesis, él procesaba datos a una velocidad imposible para cualquier cerebro orgánico.
—Aquí —dijo Zeta al tercer día, señalando una muestra en su microscopio digital—. Este anticuerpo atípico. Es la pieza que falta.
Un médico canoso, el Doctor Evans, observó con incredulidad que se transformó en asombro. —Es... brillante. Con esto, el equipo de inmunología puede sintetizar un antígeno.
La esperanza renació de forma frágil. Mientras el equipo médico trabajaba contrarreloj basándose en el hallazgo de Zeta, la epidemia seguía cobrando vidas. El sonido de la tos se mezclaba con el llanto de los que perdían a sus seres queridos.
En su tienda, Masha contaba los días rayando la pared con un clavo. La ansiedad era un nudo en su garganta. Cuando Zeta finalmente apareció, siete días después, apenas lo reconoció. Sus ojos estaban hundidos, su ropa manchada de sangre y sudor.
—Llegaron los refuerzos —anunció con voz ronca—. Trajeron las primeras dosis de la vacuna. Está basada en... en mi hallazgo.
Masha tomó su mano enguantada. —¿Funcionará?
—Los primeros resultados son prometedores —respondió Zeta, pero en sus ojos azules asomaba una sombra de duda que Masha nunca antes había visto.
La inyección fue rápida. Esa noche, Masha despertó con fiebre alta, temblando bajo las mantas. Zeta no se movió de su lado, aplicándole compresas frías en la frente mientras monitoreaba cada cambio en su respiración, cada latido de su corazón, rezando a un Dios en el que no sabía si creer para que le devolviera a la mujer que le había enseñado a sentir.
Al amanecer, cuando los primeros rayos de sol filtraron por la lona, la fiebre había bajado. Masha abrió los ojos, sudorosa pero lúcida.
—Funcionó —susurró Zeta, con una voz cargada de una emoción que nunca antes había experimentado. No era el triunfo de un descubrimiento científico, sino el alivio abrumador de quien ha estado a punto de perder su único motivo para existir.
Ese mismo día, más refuerzos del exterior siguieron llegando: ambulancias blindadas, equipos médicos completos y miles de vacunas. El campamento, que había estado sumido en la desesperación, comenzó a respirar de nuevo. Pero entre el alivio general, Zeta solo tenía ojos para Masha, quien, pálida pero con una sonrisa tranquila, le apretó la mano con fuerza.
—Lo lograste —murmuró ella.
—No —corrigió Zeta, secándole el sudor de la frente con una ternura infinita—. Lo logramos.
Masha y Zeta se quedaron mirando el amanecer desde la entrada de la tienda. Las sombras de la muerte se alejaban, pero ambos sabían que en ese mundo fracturado, cada victoria era temporal. Sin embargo, mientras sus manos se encontraban en el espacio entre ellos, supieron que algunos lazos, forjados en el fuego de la adversidad, son más fuertes que cualquier pandemia.