Capítulo 4: Los que no querían someterse
A raíz de la última pandemia, los controles se habían intensificado aún más. Las nuevas reglas empujaban a muchos a huir de las ciudades y refugiarse en el campo, donde los ojos del Estado aún no llegaban con claridad. Se formaban comunidades dispersas y apartadas, donde la vigilancia era más áspera que la vida misma.
Desde los alrededores del campamento, Zeta observaba a Masha con mezcla de cuidado y tensión. Ella curaba a los refugiados con la ternura de quien se aferra a un propósito, mientras el mundo alrededor parecía deshilacharse. El aire estaba cargado de olores: humo de fogatas, tierra húmeda, medicinas y sudor. Cada crujido de madera bajo las botas de los soldados hacía que su sistema interno aumentara la alerta, y cada susurro de la noche parecía revelar secretos que debían permanecer ocultos.
Desde lejos, la silueta de Masha destacaba entre cuerpos exhaustos y mantas gastadas. Sus pequeños gestos —la forma en que ajustaba un vendaje, la calma con la que sujetaba a un niño— irradiaban determinación. Zeta, oculto entre las sombras, ya no podía imaginarse sin ella. En cada línea de su código, el deseo de protegerla se filtraba como un error imposible de corregir. No era solo amor: era una promesa de libertad.
Entre el murmullo de las tiendas y el crujido de la madera, uno de los soldados híbridos se acercó, trayendo la ración de la cena. Los híbridos, creados para reemplazar a los miles que habían caído, llevaban chips implantados que habían borrado gran parte de su humanidad. Su paso rígido y mecánico contrastaba con los movimientos fluidos de los refugiados, que se movían con cuidado, atentos a cada sombra.
El soldado habló con una calma inquietante. Dijo que Masha no parecía híbrida; que su esencia seguía siendo la de una mujer humana, completa. Esa frase, si llegaba a oídos equivocados, podía destruirlo todo. Zeta sintió el peso de esas palabras como una soga tensándose en su garganta. Si el rumor escapaba, perdería no solo a Masha, sino también su única posibilidad de libertad. Su archivo interno comenzó a zumbar, recordándole variables: tiempo, distancia, riesgo.
Entonces apareció Mark. Un revolucionario, uno de los pocos que aún creían en algo más grande que la supervivencia. Su idealismo era su fuerza y su condena. Había visto morir a demasiados, y aun así seguía caminando con pasos firmes, vigilando cada movimiento del campamento. Sus ojos reflejaban la experiencia de quien conoce el precio de la libertad y la fragilidad de la vida.
—Zeta —dijo con voz grave—, los sensores están rastreando actividad en este sector. Si quieren mantenerse con vida, deben tener cuidado. No se muevan todavía. Esperen mi señal.
Zeta lo observó en silencio. Mark era humano, pero su mirada tenía la dureza del acero, la certeza de quien entiende el costo de cada decisión.
—¿Y tú? —preguntó Zeta con cautela.
—Yo me quedaré vigilando —respondió Mark—. Si algo cambia, te mantendré al tanto. Te diré dónde nos encontraremos cuando llegue el momento.
La frase quedó suspendida en el aire, pesada y necesaria. Masha lo escuchó sin decir nada, consciente de que no podían confiar en nadie, aunque Mark había arriesgado su vida por otros. Si decía que volvería, había una pequeña posibilidad de que fuera cierto.
La noche se cerró sobre ellos con un silencio inquietante. Masha dormía a su lado, y Zeta la observaba con atención, acariciando un mechón de su cabello gris platino. Sus impulsos programados solo para la lógica, no para sentir, comenzaban a responder de otra manera, como si una chispa invisible los alterara.
El viento se levantó, arrastrando consigo el eco lejano de sirenas y pasos apresurados. En el cielo, drones cruzaban en formación, proyectando haces de luz que parecían cortar la noche en líneas rectas. Zeta se tensó, percibiendo cada sonido y sombra. Los latidos de Masha, tranquilos y regulares, le recordaban que la humanidad aún persistía, incluso en medio del control absoluto.
Masha, medio despierta, murmuró: —Las máscaras caen… y la verdad siempre duele.
Zeta no comprendió del todo, pero guardó silencio. Sabía que cuando Masha hablaba en ese tono, era mejor escuchar.
Se inclinó hacia ella, su voz apenas un hilo: —Te sacaré de aquí, Masha. No sé cuándo, pero lo haré.
Ella abrió los ojos apenas, esbozando una sonrisa serena que lo desarmó: —Entonces esperaremos, Zeta. No hay prisa cuando el destino ya está escrito en las estrellas.
Así, mientras el muro invisible del desorden mundial permanecía erguido y las sombras se movían entre las carpas, una promesa selló su destino. No huirían aún, pero la semilla del cambio ya estaba plantada. El silencio fue su único refugio, y la esperanza, su fuego oculto.
Los sonidos del campamento continuaron, con susurros de viento y crujidos lejanos, recordándoles que cada segundo era valioso y que la vigilancia nunca descansaba. La noche, cargada de tensión y posibilidades, parecía observarlos, testigo de la determinación que crecía entre los que aún no se
rendían.
Entre quienes a pesar de sus diferencias elegían amarse .