El Nuevo Amor De La Humanidad Libro 1

Fantasmas de Libertad

Capítulo 7: Fantasmas de libertad

La noche se desplegó como un manto de terciopelo azabache sobre el campamento desértico, donde el aire semiárido aún conservaba el último aliento cálido del día. En el refugio improvisado, entre paredes de lona desgastada y mantas ásperas pero limpias, Masha y Zeta yacían entrelazados, como si sus cuerpos supieran, por instinto, que en ese contacto residía la paz que el mundo les negaba. Masha, exhausta por jornadas interminables de vigilancia y memoria, había cedido al sueño, con su cabello gris-plata desparramado como un río de luz sobre la almohada hecha con una chaqueta enrollada. Su respiración, lenta y profunda, se mezclaba con el ritmo silencioso de Zeta, que permanecía despierto, velando por ella.

Zeta la sostenía con un brazo firme pero delicado, como si temiera que un gesto en falso pudiera quebrar aquel momento de quietud. Sus ojos azules, intensos como lagos bajo la luna, recorrían cada línea del rostro de Masha, cada sombra bajo sus párpados, cada curva de sus labios entreabiertos. La habitación estaba impregnada del olor a tierra seca, a leña quemada que aún perfumaba el aire con su esencia ambarina, y a algo más íntimo: el aroma suave del jabón con el que Masha se había lavado el cabello horas antes, un destello de limpieza y normalidad en medio del caos.

—Pronto —murmuró Zeta, con una voz tan baja que casi se confundía con el susurro del viento sobre la lona—, muy pronto, todo esto será solo un recuerdo. Podremos mirar atrás y reírnos de nuestros miedos, ¿sabes? Sin escondernos, sin mirar sobre el hombro. Donde sea que vayamos, seremos libres. Libres para vivir, para amar… para existir sin pedir permiso.

Masha, sumida en el sueño, no respondió, pero un leve temblor en sus pestañas, como si sus sueños resonaran con esas palabras, hizo que Zeta sonriera con una ternura que solo ella podía despertar en él. Con movimientos lentos, buscó la mano de Masha entre las mantas, sintiendo la aspereza de sus palmas, marcadas por el trabajo y la supervivencia, pero también la suavidad de sus nudillos al entrelazar sus dedos con los de él. Era un gesto pequeño, casi insignificante, pero en ese silencio cargado de promesas, se convertía en un juramento.

—¿Sabes lo que más deseo? —continuó Zeta, acercando sus labios a su oído, como si quisiera que sus palabras llegaran hasta sus sueños—. Poder verte despertar cada mañana sin esa sombra de preocupación en tus ojos. Verte reír, de verdad, sin que el miedo te lo impida. Y caminar… caminar contigo bajo el sol, sin prisa, sintiendo tu mano en la mía, sin tener que soltarla nunca.

Se inclinó entonces y depositó un beso en su frente, un contacto ligero como el aleteo de una mariposa, pero cargado de una emoción tan profunda que pareció iluminar la penumbra. Masha, en respuesta, suspiró suavemente, y sus labios esbozaron una sonrisa casi imperceptible.

—No importa lo que tengamos que enfrentar —añadió Zeta, ahora con un tono más firme, como si hablara también para sí mismo—, no dejaré que nada te falte. Ni a ti, ni a aquellos que han confiado en nosotros. Este amor… esta promesa que hicimos… es nuestra brújula. Y cuando por fin encontremos el camino, lo recorreremos juntos. Hacia la libertad. Hacia nuestra vida.

Afuera, el campamento seguía vivo con sus sonidos nocturnos: el crujir de botas sobre la grava, las voces apagadas de los guardias, el llanto lejano de un niño, el crepitar de las fogatas que pintaban de naranja el horizonte. Pero dentro de aquel refugio, el tiempo parecía haberse detenido, envolviéndolos en una burbuja de intimidad y esperanza. Allí, entre texturas ásperas y olores a polvo y leña, entre suspiros y promesas susurradas, Masha y Zeta se fundían no solo en cuerpo, sino en alma, preparando el terreno para un mañana que, por primera vez, parecía al alcance de sus manos.




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