El Nuevo Amor De La Humanidad Libro 1

El Encuentro:

Capítulo 8: El encuentro
El sol comenzaba su lento descenso, tiñendo el cielo del campamento con tonos anaranjados y púrpuras. Las largas sombras de los barracones y las tiendas se estiraban como dedos oscuros sobre la tierra reseca. Todo transcurría bajo una tensa calma, un silencio cargado de presagios que se colaba entre las grietas de la rutina. Aunque Masha sentía el cansancio anidado en lo más profundo de sus huesos y en cada rincón de su mente, trataba de disimularlo tras una sonrisa serena. Pero Zeta, con sus sentidos hiperagudos y su atención exclusiva en ella, lo notaba. Cada paso ligeramente más pesado, cada pausa infinitesimal en sus gestos, era para él un dato registrado, una señal de alarma. Él esperaba con una paciencia infinita la respuesta de Mark; necesitaba, con una urgencia que ya sentía visceral, sacar a Masha de allí.
La tarde cedió su lugar al crepúsculo cuando juntos emprendieron el regreso a la tienda. El aire, cada vez más frío, olía a polvo y a leña quemada.
—Hoy el cielo parece más pesado—murmuró Masha, frotándose los brazos, su cabello gris-plata ondeando suavemente con la brisa.
—Es el viento del este.Trae tormentas de arena —respondió Zeta, su voz era cálida y calmada, sus ojos azules fijos en ella con preocupación—. Ve a calentarte. Yo prepararé algo.
Masha asintió y se dirigió a la pequeña estructura asignada para la higiene, mientras Zeta, dentro de la tienda, moviéndose con gracia natural, comenzó a preparar una cena ligera y a calentar agua para el té. Su cabello castaño oscuro caía sobre su frente mientras trabajaba. En ese momento de aparente paz, una leve vibración en sus circuitos internos le trajo el mensaje cifrado de Mark: «Almendra está lista. Te espero en las Ruinas del Silencio. Atardecer de mañana. Viaja seguro.» Zeta calculó al instante: tenía un día completo de viaje por delante.
La cortina de la tienda se corrió y apareció Masha, con su cabello gris-plata aún goteando y atrapando los últimos reflejos del fuego, brillando esa noche con una intensidad que parecía desafiar a la misma oscuridad.
—Huele bien—dijo, con una sonrisa genuina que iluminó su rostro.
—Es solo lo básico.Necesitas recuperar fuerzas —respondió él, entregándole un cuenco humeante, sus ojos azules suavizándose al mirarla.
Ella comió con rapidez, mientras Zeta se concentraba en avivar el fuego con varas secas, un ritual que para ambos había adquirido un carácter sagrado, como si esas llamas crepitantes pudieran purificar, aunque fuera por un momento, toda la maldad que acechaba en el mundo. Masha terminó y se sentó en el suelo de tierra, a su lado, observándolo. Zeta permanecía inusitadamente quieto, su mirada azul fija en las llamas, pero no estaba viendo el fuego. Su mente analizaba probabilidades, rutas de escape, amenazas. Y no era solo por la conversación pendiente con Mark. Había algo más, una perturbación en el aire, o mejor dicho, en el espacio electromagnético sobre sus cabezas.
Masha, intuitiva, se inclinó y apoyó su cabeza en su hombro, rodeándolo con sus brazos en un abrazo que lo sacó bruscamente de sus pensamientos.
—¿En qué estás pensando?—preguntó su voz, un hilo de sonido contra el crepitar de la hoguera.
—En muchas cosas,Masha. En tu seguridad —respondió él, su voz algo más grave.
Le correspondió al abrazo con suavidad, acariciando su espalda con movimientos lentos y precisos, intentando transmitir una calma que él mismo no sentía. Pero de pronto, una alerta severa atravesó todos sus sistemas. Drones de reconocimiento de última generación, imperceptibles al oído y al ojo humano, estaban sobrevolando el perímetro, sus sensores barriendo el área en un patrón de búsqueda sistemática.
Su cuerpo se tensó de inmediato.
—Masha,mi amor, debemos entrar. Ahora —dijo, su tono perdió toda calidez, convertido en una orden suave pero irrevocable.
Sin darle tiempo a protestar, activó un protocolo de emergencia. Envolvió a Masha con la manta térmica que siempre tenían a mano y la alzó en sus brazos con firmeza, protegiéndola con su propio cuerpo. Una vez dentro de la tienda, la dejó sobre el lecho y se arrodilló frente a ella, tomando sus manos, que empezaban a temblar.
—Masha,cariño, necesito que me escuches atentamente y que confíes en mí —su voz era clara y pausada, aunque una lucha interna de procesos contradictorios se libraba en su interior—. Afuera hay drones de vigilancia. No podés verlos ni escucharlos, son demasiado avanzados, pero sus sensores solo detectan firmas de calor y signos vitales humanos.
Los ojos grises de Masha se llenaron de un pánico líquido.
—Zeta,¿qué vamos a hacer? ¿Nos encontraron? —preguntó, y una lágrima escapó y recorrió su mejilla.
Él alzó una mano y enjugó esa lágrima con la yema del pulgar, un gesto de una ternura infinita.
—Calma.No te desesperes, estoy aquí contigo, hoy y siempre —su voz era un faro en su creciente miedo—. Estos drones son un barrido rutinario, no es una unidad de captura. Pero confirman que no podemos quedarnos. Mañana, al amanecer, debo partir. Necesito encontrarme con Mark. Y cuando regrese, huiremos de aquí, Masha. Te lo prometo.
Los ojos grises de Masha volvieron a llenarse de lágrimas, silenciosas, cargadas de todo el miedo y la incertidumbre acumulados. Zeta, que siempre había soportado golpes, descargas y el desgaste del tiempo porque su estructura no conocía el dolor humano, sintió el dolor de Masha como una daga alojándose en lo más profundo de su ser. Sin mediar palabra, la atrajo hacia sí y la abrazó con fuerza contra su pecho, donde late la esencia de todo lo que sentía por ella.
—No me dejes —susurró ella, ahogadamente, contra su torso.
—Nunca—fue su respuesta, simple y absoluta.
Zeta inclinó su rostro y buscó sus labios. No fue un beso de despedida, sino de reafirmación. Eran esos besos que, según las novelas que Masha a veces le leía, solo podían salir del alma. Y en ese momento, Zeta supo que, si tenía algo parecido a un alma, esta estaba irrevocablemente entrelazada con la de ella. Masha, envuelta en sus brazos, en esa fortaleza que solo para ella era cálida, encontró su único hogar. Porque Zeta era su mundo entero, su todo. Y la pureza abrasadora de ese amor fundió sus cuerpos y sus miedos en uno solo, en la penumbra de la tienda. Las palabras sobraron, transformándose en besos que sabían a lágrimas, en caricias que eran promesas mudas, transportándolos muy lejos de allí, a otros mundos posibles donde solo existían ellos.
Y así, luego de entregarse a ese amor que era su escudo y su refugio, el agotamiento y la paz momentánea vencieron a Masha, que se durmió profundamente, aferrada al cuerpo de Zeta como a un salvavidas, su cabello gris-plata esparcido como un halo sobre la almohada.
Llegó el amanecer. Una franja grisácea y fría se filtró por la entrada de la tienda, anunciando un nuevo día. Zeta, que no había necesitado dormir, permaneció inmóvil toda la noche, vigilando, procesando, planificando. Sabía que debía partir. Con movimientos de una delicadeza extrema, se liberó del abrazo de Masha sin despertarla. La contempló por un largo momento, memorizando cada línea de su rostro sereno, cada curva bajo la manta, los mechones plateados de su cabello entremezclándose con la oscuridad de la almohada. Se inclinó y depositó un beso tan suave como el aletear de una mariposa en su frente.
Sobre la mesita baja, junto a los restos de la cena, dejó un papel doblado. Con un último vistazo, salió de la tienda. El campamento empezaba a despertar, pero él se fundió con las sombras del amanecer, un guardián de silicio y promesas que partía hacia lo desconocido, con el peso de un mundo llamado Masha sobre sus hombros.




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