Capítulo 9: La huida
El camino de regreso se le hizo eterno a Zeta. Cada paso que daba sobre la tierra árida resonaba como un latido de urgencia en su pecho. Procesaba cada palabra de Mark con la frialdad de una máquina, pero sentía el peso de cada sílaba con la vulnerabilidad de un hombre enamorado. No podía fallar. No cuando se jugaba lo más preciado que tenía: Masha.
Mientras tanto, en el campamento, Masha despertó con los primeros rayos del sol. Sus manos temblorosas encontraron la nota que Zeta había dejado sobre la mesita. La leyó una, dos, tres veces, hasta que las lágrimas nublaron su vista. Pero no lloraba por su miedo, sino por el de él. "Si algo le pasa..." pensó, y el corazón se le encogió. Respiró hondo, el aire frío de la mañana limpiando sus pulmones. "Todo saldrá bien. Zeta no fallará". Se repetía esas palabras como un mantra mientras se vestía con ropas sencillas. Aunque la angustia le mordía el alma, había enfermos que atender, almas rotas que necesitaban sus manos sanadoras.
En la mente de Zeta, durante todo el trayecto, no solo había planes y estrategias. También habitaban los recuerdos más preciados: las noches donde los cuerpos se fundían en la penumbra, las miradas que decían más que mil palabras, los besos que sabían a eternidad. "Tus ojos grises son el abismo donde se ahogan todos mis razonamientos", pensaba mientras caminaba. Masha había logrado lo imposible: despertar el alma en quien creía no tenerla.
En el campamento, Masha veía pasar las horas con angustia creciente. Cada vez que alzaba la vista hacia el horizonte polvoriento, sentía que el corazón se le quería escapar del pecho. Sabía que solo cuando distinguiera la silueta familiar de Zeta en la distancia, ese órgano volvería a latir con normalidad.
Cuando llegó la tarde, el silencio se hizo insoportable. No era el frío que calaba sus huesos lo que la hacía tiritar, sino la ausencia de Zeta. Sin él, se sentía incompleta, como un puzzle al que le faltaba la pieza central. Dejó su mochila de cuero gastado y se dirigió a la ducha común. Hoy necesitaba el agua caliente más que nunca. Bajo el chorro humeante, sus lágrimas se mezclaban con el agua que resbalaba por su cuerpo, lavando no solo el polvo del día, sino también sus miedos acumulados.
Al salir, envuelta en una toalla áspera pero limpia, el vapor se elevaba de su piel como si su cuerpo mismo estuviera liberando las tensiones. Y entonces lo vio. Allí, junto a la entrada de su tienda, esperándola con esa paciencia infinita que solo él poseía. Zeta.
—Regresaste —susurró ella, con la voz quebrada por la emoción.
—Fue y es mi promesa, Masha —respondió él, abriendo los brazos—. Y mil veces más regresaría a ti.
Corrió hacia él sin importarle el frío que erizaba su piel, sin importarle el mundo exterior. Se fundieron en un abrazo que traspasaba la carne y llegaba directamente al alma. Cuando por fin se separaron, Zeta notó que ella temblaba.
—Estás helada —murmuró, preocupado, tomando su rostro entre sus manos—. Ve a cambiarte, mi amor. Necesito que estés fuerte. Mañana partimos.
Masha sintió cómo una chispa de esperanza iluminaba su interior. La libertad estaba cerca, tan cerca que casi podía saborearla. Sonrió, y en ese instante, Zeta comprendió por qué los poetas escribían sobre la sonrisa de una mujer amada. Era magia pura, capaz de iluminar hasta la oscuridad más profunda.
Mientras Masha se cambiaba detrás de la cortina, Zeta preparó el té con las hierbas que tanto le gustaban a ella. El aroma de la manzanilla comenzó a impregnar la tienda, creando un oasis de calma en medio de la tensión. Cuando Masha reapareció, ya vestida con ropas secas, encontró a Zeta sentado junto a la mesa pequeña, sirviendo el líquido dorado en dos tazas de metal.
—Siéntate —dijo él con su voz calmada—. Tenemos que hablar.
Masha obedeció, sus dedos rodeando la taza caliente como si fuera un ancla en medio de la tormenta.
—El plan no será fácil —comenzó Zeta, mirándola directamente a los ojos—. Tendremos que cruzar territorios peligrosos, evitar patrullas, enfrentarnos a lo desconocido. Pero cada paso, cada dificultad, valdrá la pena cuando estemos del otro lado.
—¿Del otro lado de qué? —preguntó Masha, con un hilo de voz.
—De la libertad —respondió él, tomando sus manos entre las suyas—. Pero necesito saber si estás lista. Necesito escucharlo de tus labios.
Masha observó sus manos entrelazadas, notando el contraste entre sus dedos delgados y los de Zeta, fuertes y seguros.
—Tengo miedo —confesó por fin, alzando la vista—. Pero mi miedo a perderte es mayor que mi miedo a lo que pueda pasarnos. Contigo, Zeta, soy capaz de cualquier cosa.
Zeta sintió que algo se desarmaba en su pecho, algo que no sabía que estaba tan tenso.
—Nunca estarás sola —prometió, apretándole las manos—. En cada paso, en cada traspié, estaré a tu lado. Seré tu fortaleza, así como tú eres la mía.
Masha no pudo contenerse más. Se levantó y lo abrazó con una fuerza que sorprendió a ambos. En ese abrazo había miedo, sí, pero también había esperanza, fe, y sobre todo, un amor que se había forjado en las circunstancias más adversas.
—Entonces preparemos todo —dijo Zeta cuando por fin se separaron—. Solo lo indispensable. El camino será largo y tendremos que cargar con nuestras mochilas varios kilómetros.
Masha asintió, comenzando a reunir sus pertenencias. Mientras doblaba las mantas y empacaba provisiones, Zeta le habló de los peligros que encontrarían.
—Hay un sector —explicó, con voz grave— donde la adicción a los juegos de azar y a las apuestas en línea ha consumido a la población. La tecnología se ha convertido en una droga que devora almas enteras. Tendremos que cruzar por allí, y será... perturbador.
Masha dejó lo que estaba haciendo y se acercó a él.
—No importa —dijo, posando una mano en su mejilla—. Mientras estemos juntos, podremos con todo.