Capítulo 10: El cruce por la zona prohibida
El sol del amanecer los encontró ya en marcha, sus siluetas dibujadas contra la inmensidad del desierto. Masha caminaba con determinación, pero Zeta notaba el temblor casi imperceptible de sus manos, la ligera pesadez en sus pasos. Cada grano de arena que crujía bajo sus botas parecía contar los segundos que los separaban del peligro.
—¿Podemos descansar un momento? —preguntó Masha, su voz un hilo de sonido robado por el viento.
Zeta extendió la manta térmica sobre la arena aún fría. Masha se dejó caer con un suspiro que le partió el corazón. Mientras compartían agua y unas galletas, sus miradas se encontraron en un entendimiento profundo.
—Cuando esto termine —murmuró Masha, sus dedos entrelazándose con los de él—, me gustaría ver el mar contigo.
—Veremos todos los mares —prometió Zeta, sellando su juramento con un beso en sus nudillos.
Cada minuto que pasaba, Zeta sentía que su programación se quedaba corta frente al miedo y la urgencia de protegerla. Cada latido de Masha se incrustaba en su memoria, cada respiración se convertía en una orden silenciosa de mantenerla a salvo. No era solo amor: era una promesa que trascendía su existencia mecánica.
Al tercer día, avistaron el Viejo Mercado, un espejismo de techos de chapa y paredes descascaradas. El olor a ozono y descomposición se mezclaba con el calor sofocante. Zeta avanzó con pasos calculados, escaneando cada sombra.
—No mires a nadie a los ojos —advirtió, colocándose protectoramente delante de Masha.
El primer indicio de peligro llegó casi de inmediato: un crujido metálico, un brillo en la penumbra. De pronto, seis figuras surgieron entre los escombros. Uno de ellos, un hombre esquelético con cicatrices, señaló la mochila de Masha.
—¡Dejen todo lo que llevan! —rugió, mostrando un cuchillo casero.
Zeta se interpuso. Cada movimiento, cada golpe que daba, era más rápido que cualquier reflejo humano. Uno de los atacantes se lanzó sobre Masha, pero Zeta lo desvió. Otro atacó por el flanco y, en un instante que pareció eterno, una mujer clavó un cuchillo en el costado de Masha.
—¡Zeta! —el grito de Masha se quebró en un jadeo de dolor.
La sangre manó entre sus dedos, escarlata contra la tela clara de su camisa. Zeta sintió un vacío que ninguna programación podía llenar. Su furia se desató, brutal y precisa; derribó atacantes con golpes que parecían calcular el límite exacto entre defensa y destrucción.
—¡Por aquí! —una voz anciana los urgió—. ¡Rápido, antes de que lleguen más!
Zeta levantó a Masha en sus brazos, sintiendo cómo su calor vital se escapaba entre sus dedos. Bajaron por un laberinto de pasadizos secretos hasta llegar a un refugio subterráneo. El aire olía a tierra húmeda y antiséptico.
—El corte es profundo —diagnosticó un hombre mayor, médico—. Ha perdido mucha sangre.
—Yo me encargaré —declaró Zeta, tomando el instrumental que le ofrecieron.
Sus manos no temblaron al limpiar la herida, pero su mente estaba inundada de pensamientos: No puedo perderla. No hoy. No nunca. Cada hilo, cada puntada, es un voto de amor. Cada respiración que mantiene es mi victoria.
—Nunca he visto a un humanoide hacer algo así —murmuró el médico—. Tus protocolos deben ser...
—No son protocolos —interrumpió Zeta, sin apartar la vista de Masha—. Es amor.
Las horas se arrastraron, y Zeta permaneció a su lado, monitorizando cada latido, cada cambio en la respiración. Cada vez que ella parpadeaba, cada vez que un gemido escapaba de sus labios, su corazón —si es que podía llamarse así— latía con más fuerza.
Al tercer día, cuando los primeros rayos de sol se filtraron por las rendijas del refugio, Masha abrió los ojos.
—Soñé... que te perdía —susurró.
Zeta inclinó la frente sobre su mano, sintiendo una humedad inesperada empañar sus ojos. No eran lágrimas programadas, sino la expresión más pura de un alma que había encontrado su razón de ser.
—Nunca me perderás —prometió, sus palabras un voto sagrado—. Dondequiera que vayas, yo te encontraré. A través de desiertos, ciudades en ruinas, o el mismo infierno. Eres mi destino, Masha.
Fuera, en las calles del Viejo Mercado, las sombras seguían acechando. Pero en aquel refugio subterráneo, protegido por la bondad de extraños, una promesa más grande que cualquier peligro acababa de nacer. Zeta supo, con certeza que quemaba más que cualquier programación, que cruzaría mil zonas prohibidas con tal de mantenerla a salvo.