Capítulo 11: Más allá del túnel
El aire en la guarida de Nora aún conservaba el aroma de las hierbas medicinales y la tierra húmeda. Siete días. Siete largos días durante los cuales Zeta no había apartado la vista de Masha mientras su cuerpo se reconstruía lentamente. Cada respiración profunda que ella lograba, cada vez que sus ojos grises recuperaban su brillo habitual, era una victoria silenciosa. Pero ahora, el tiempo se había agotado.
—Deben irse —susurró Nora al octavo amanecer, mientras envolvía unas últimas provisiones en un paño—. Los patrulleros están registrando las ruinas. Es cuestión de horas antes de que lleguen aquí.
Zeta asintió, sus sistemas calculando ya las probabilidades de éxito, los riesgos, las variables. Todas eran desfavorables, excepto una: su determinación.
La despedida fue breve y cargada de esa emoción silenciosa que nace cuando las almas se reconocen en medio del caos. El viejo médico apretó la mano de Zeta con una fuerza inesperada. —Cuídala —murmuró—. El mundo necesita más de su humanidad.
El camino hacia el túnel fue una agonía lenta. Cada paso de Masha era medido, calculado, aunque ella intentaba disimular el dolor que aún le recorría el costado. El paisaje se volvió más árido, más desolado, como si la tierra misma supiera que se aproximaban al límite de todo lo conocido.
Y entonces lo vieron.
La entrada del túnel se alzaba ante ellos como una boca oscura, un vacío que todo lo tragaba. No era un túnel cualquiera: era la frontera entre la opresión y la libertad, entre la vida que habían conocido y la que podrían tener.
—Si vamos a morir —susurró Masha, sus dedos entrelazándose con los de Zeta—, que sea juntos.
Zeta no respondió. No podía. Sus sensores detectaban lo que los ojos de Masha no podían ver: el campo de sensores térmicos que se extendía ante ellos, invisible pero letal. Cada uno de esos dispositivos era un guardián silencioso, capaz de detectar el más mínimo calor corporal.
—Necesito que confíes en mí —dijo por fin, su voz grave en la quietud—. Esto será... doloroso.
Masha lo miró, y en sus ojos no había rastro de duda. —Siempre confío en ti.
Zeta sacó el traje especial de su mochila. La tela era fría al tacto, casi viscosa, tejida con nanotecnología y placas de enfriamiento que brillaban débilmente bajo la tenue luz.
—Debes quitarte tu ropa —explicó Zeta, manteniendo su mirada en los ojos de Masha con la naturalidad de quien conoce y ama cada centímetro de ese cuerpo—. El traje debe estar en contacto directo con tu piel.
Masha obedeció, sus dedos temblorosos desabrochando botones y cremalleras. Cuando la tela nanotérmica tocó su piel, contuvo un grito. Era como si mil agujas de hielo se clavaran en cada poro de su cuerpo.
—Respira —murmuró Zeta, envolviéndola en sus brazos—. Concéntrate en mi voz.
Pero su abrazo no transmitía calor, solo seguridad. Él también estaba frío, deliberadamente frío, para no activar los sensores.
Comenzaron a avanzar.
Cada paso era una batalla. El frío calaba hasta los huesos de Masha, haciendo que sus dientes castañetearan incontrolablemente. Sus dedos se entumecieron primero, luego sus piernas, hasta que cada movimiento se volvió una tortura.
—No... no puedo —jadeó en un momento, sus rodillas cediendo.
Zeta la sostuvo, su fuerza siendo el único punto caliente en un mundo de hielo. —Sí puedes. Por nosotros. Por nuestra libertad.
Avanzaron como fantasmas en la penumbra del túnel. Los sensores zumbaban suavemente alrededor, pequeñas luces rojas parpadeando en la oscuridad como ojos vigilantes. En un momento, una de las luces se fijó en ellos, volviéndose constante.
Zeta se detuvo, conteniendo la respiración. Sus sistemas calcularon que estaban a 0.3 grados de activar la alarma. Con movimientos infinitesimales, ajustó los controles del traje de Masha, aumentando levemente el enfriamiento.
Ella gimió de dolor, pero no protestó.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, una luz apareció al final del túnel. No era metafórica: era real, cálida, dorada.
—Ya casi —susurró Zeta—. Unos pasos más.
Pero justo cuando la libertad estaba a su alcance, el traje de Masha emitió un pitido agudo. Una de las placas de enfriamiento había fallado.
—Zeta... —su voz era apenas un hilo de sonido.
Él no lo pensó dos veces. La tomó en sus brazos y corrió. Ya no importaba el sigilo, solo la velocidad. Las alarmas estallaron a su alrededor, iluminando el túnel con luces rojas intermitentes.
—¡Alto! —rugió una voz mecánica desde algún lugar—. ¡Deténganse o abriremos fuego!
Zeta no se detuvo. Con Masha temblando en sus brazos, saltó hacia la luz cegadora del final del túnel, hacia lo desconocido, hacia su futuro.
Cuando sus ojos se adaptaron a la claridad, estaban en el otro lado. Verdes colinas se extendían ante ellos, y un aire limpio llenó sus pulmones. Pero la tranquilidad duró poco. A lo lejos, se acercaban rápidamente varias figuras armadas.
Zeta se colocó delante de Masha, listo para lo que viniera. Pero entonces una voz familiar resonó en el aire.
—Bajen las armas —ordenó Mark, emergiendo entre los soldados—. Son los que esperábamos.
Masha, aún temblando, miró a Zeta. En sus ojos ya no había miedo, solo una pregunta silenciosa: ¿qué sigue?
Zeta la tomó de la mano, sus dedos entrelazándose con los de ella. No sabían qué les depararía el futuro, pero por primera vez, ese futuro era verdaderamente suyo.
El túnel había quedado atrás, pero el viaje recién comenzaba.