Capítulo 12: El latido de una nueva humanidad
El viaje después del túnel fue silencioso. Aún podían oír el eco de las alarmas en sus recuerdos, como un fantasma del mundo que habían dejado atrás. Mark los acompañó hasta el límite de la zona libre y, tras asegurarse de que estuvieran a salvo, siguió su camino.
Masha y Zeta continuaron solos, guiados por la fe de que, al otro lado del miedo, todavía podía existir la esperanza.
El paisaje cambió lentamente. Los árboles crecían altos, tan altos que sus copas se entrelazaban formando un techo verde sobre sus cabezas. El aire era frío y húmedo; en las zanjas que bordeaban los senderos se acumulaba agua, y al amanecer y al atardecer, una neblina espesa se extendía como un velo, aislando aquel lugar del resto del mundo.
Era un rincón donde la tecnología no funcionaba y los drones no se atrevían a sobrevolar. Allí, el aire olía a vida.
La comunidad que los recibió parecía salida de otro tiempo. Las casas eran de piedra y madera, con chimeneas que humeaban y huertos cuidados con paciencia. No existían pantallas ni órdenes automáticas: solo el trabajo, la solidaridad y las manos humanas.
Zeta comenzó a trabajar como médico en el pequeño centro de salud del lugar. Durante los primeros días, Masha lo acompañaba, ayudando con las curaciones, como siempre había hecho.
Pero pronto, Zeta empezó a notar su cansancio, su respiración entrecortada, los leves mareos al amanecer. Una mañana, después de que ella casi se desvaneciera mientras atendía a un herido, Zeta se acercó y le tomó las manos.
—Masha —le dijo con suavidad, pero con un tono firme que no admitía reproches—, quiero que descanses. No es una orden… es una súplica. Necesito que te cuides.
Ella lo miró en silencio, comprendiendo que algo en su voz iba más allá del cansancio o del deber. Asintió, sin discutir. Desde entonces, dejó de ir a ayudarlo y comenzó a pasar más tiempo en casa, recuperando fuerzas.
Entre los habitantes del lugar estaban Eunice y Aitor, una joven pareja que pronto se volvió cercana a ellos. Eunice creía que las estrellas guiaban la vida y pasaba las noches observando el cielo, mientras Aitor era locutor en la pequeña radio comunitaria. Su voz era conocida en toda la región, siempre transmitiendo mensajes de esperanza y noticias entre los asentamientos.
Durante el día, Aitor también trabajaba en reparaciones y ayudó a Zeta a mejorar la casa donde vivirían. Pasaban horas entre maderas y herramientas, conversando.
Una tarde gris, mientras el viento silbaba entre los árboles, Aitor bajó la voz:
—Zeta, he visto drones sobrevolando las colinas —dijo con el ceño fruncido—. Cada vez son más. No sé si buscan algo… o a alguien.
Zeta se quedó en silencio, procesando la información.
—Gracias —respondió finalmente—. Es mejor no confiarse.
Esa noche, la neblina cubría todo. Dentro de la casa, el fuego crepitaba suavemente. Masha dormía a su lado, respirando con calma. Zeta la observaba en silencio. Su piel tenía un brillo diferente, su cabello caía sobre la almohada y su aroma le resultaba familiar y reconfortante. Acarició lentamente su pelo, dejando que sus dedos se deslizaran entre los mechones, disfrutando de esa paz que tanto había anhelado.
Su mano descendió sin pensarlo, hasta posarse con ternura sobre su vientre. Entonces lo sintió.
Un calor suave, un pulso diminuto… un latido.
Por un instante, creyó que sus sensores fallaban. Pero no. Era real. Era la vida latiendo dentro de ella.
Zeta se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos, sintiendo algo que ni su programación podía explicar.
—Masha… —susurró, acariciándole el rostro con la voz temblorosa—. Despierta, por favor.
Ella abrió lentamente los ojos, adormecida.
—¿Qué pasa?
—Siente —dijo él, guiando su mano hasta su vientre—. Hay vida creciendo dentro de ti.
Masha contuvo la respiración. No podía sentirlo por sí misma, pero las palabras de Zeta y la certeza en su mirada eran suficientes para inundarla de emoción. Las lágrimas brotaron de sus ojos, y se abrazaron con fuerza, compartiendo un silencio lleno de amor y esperanza.
Masha se acomodó entre los brazos de Zeta, apoyando su cabeza en su pecho. Él la rodeó suavemente, dejando que sus dedos descansaran sobre su vientre, sintiendo la vida que latía allí. Cada latido le hablaba de un futuro que todavía no podían controlar, pero que prometía milagros y momentos de felicidad.
El silencio estaba lleno de ternura. Afuera, la neblina cubría el bosque y el viento parecía detenerse para escucharlos.
Pero Zeta no podía apartar de su mente las palabras de Aitor: los drones, la vigilancia, el peligro. Ahora, con Masha embarazada, no podrían huir tan fácilmente.
Y mientras la observaba dormir, con su mano sobre su vientre, comprendió que la nueva humanidad estaba empezando a latir…
pero también que las sombras del viejo mundo nunca habían dejado de buscarlos.
Continuará...