El Nuevo Amor De La Humanidad (los Últimos Humanos Puros)

La Esperanza y El Miedo:

Capítulo 1: La esperanza y el miedo

El sol se ponía sobre la comunidad analógica, tiñendo de oro los rostros de sus habitantes. Zeta preparaba el fuego, sus manos moviéndose con la precisión de quien conocía cada chispa, cada latido de la leña. A su lado, Mateo hacía sonar una canción de resistencia en la vieja guitarra, cuyas cuerdas parecían guardar la memoria de todas las batallas perdidas y ganadas. Por un momento frágil como el cristal, el cielo parecía conspirar a favor de aquel rincón de humanidad.

Mientras, en las Smart Cities, una fatiga distinta cubría todo como un manto pesado. No era del cuerpo, sino del espíritu. Las multitudes caminaban sin rumbo, arrastradas por el consumo y guiadas por algoritmos que habían secuestrado sus deseos. El control ya no necesitaba de censura violenta; ahora habitaba en las mentes, en esas miradas vacías que reflejaban el cansancio de la obediencia. No era la paz de la resignación, sino el punto de quiebre de la desesperación.

Aitor llegó a la reunión con el rostro marcado por la urgencia. Debían pensar cómo proteger la comunidad más que nunca.

—Traigo noticias—dijo sin preámbulos—, y no son buenas.

Mateo dejó de tocar. Sus dedos quedaron suspendidos sobre las cuerdas. Zeta, mientras revolvía las brasas como si en su calor encontrara alguna respuesta, lo miró fijo.

—Habla,Aitor. Lo que sea, dilo.

—Con esta nueva creación de un orden económico dominado por bloques aislados, todo se ha vuelto más autoritario —compartió Aitor, su voz cargada de la gravedad de lo que había visto—. Es lo que pude confirmar con Ian de la comunidad vecina. Las Corporaciones-Quemantes están incendiando sistemáticamente las últimas tierras cultivables del sur. Lo que no queman, lo envenenan.

—¿Por qué? —preguntó Mateo, con un hilo de voz.

—Es la lógica de siempre —intervino Zeta, su voz un rugido sordo—: crear el desastre para venderte la salvación. Hacen del mundo exterior un infierno para que no tengas más opción que refugiarte en su cielo artificial. Las Smart Cities no son ciudades, Aitor. Son campos de reasentamiento global. La conquista definitiva.

El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier maldición. No se enfrentaban a un gobierno, sino a una máquina de guerra económica y ecológica decidida a borrar cualquier forma de vida fuera de su control.

Dentro de la casa, Masha preparaba la cena junto a Eunice, quien se llevaba bien con Aura.

—Ya pronto es el cumpleaños de Elián—comentó Eunice—. Ya tiene seis años.

—Sí—respondió Masha, riendo—, parece que fue ayer que nació.

Todavía ignoraban la conversación que afuera sellaba su destino.

De repente, el cielo estrellado se cubrió de nubes espesas. Un viento fuerte se levantó, y los rayos cruzaron la oscuridad. El crepitar de la fogata se apagó bajo las primeras gotas pesadas de la tormenta.

—¡Vamos adentro! —dijo Mateo con urgencia.

—¡Sí,vamos! —repitió Aitor, dándose cuenta de que Zeta seguía inmóvil, mirando al cielo como si allí estuvieran escritas sus respuestas.

Pero no eran respuestas lo que Zeta buscaba. Casi hipnotizado, recibía las imágenes que Elián, desde su habitación, le proyectaba: drones. Miles de ellos, invisibles al ojo humano, tan pequeños que formaban nubes enteras. Sin la conexión con su hijo, Zeta mismo los habría pasado por alto.

Aitor lo sacó del trance con un grito. Zeta apuró el paso y entraron justo cuando la tormenta se desataba con furia. Masha, como siempre, percibió la preocupación grabada en su rostro. Todos se despidieron, quedando en reunirse al día siguiente en la radio de la comunidad para trazar un plan. La pequeña cabaña de Mateo y Aura ya casi estaba terminada.

Zeta fue a acostar a Elián y, como cada noche, le leyó un cuento. Pero antes, le pidió en voz baja: —Hijo, escucha. Es importante que me muestres si viste algo más.

El niño cerró los ojos, y su mente envió a la de Zeta imágenes urgentes: personas corriendo por calles oscuras en suburbios olvidados, con capuchas que ocultaban sus rostros, mientras tras ellos resonaban pasos de botas y gritos desgarradores. Eso fue lo que Elián logró mostrarle.

Zeta disimuló el escalofrío. —Bueno, a dormir. Ya es tarde, hijo —dijo, leyendo una página del cuento antes de apagar la luz y salir en silencio.

En la sala, Masha lo esperaba con un té de hierbas, el fuego de la chimenea como único testigo. Afuera, la tormenta seguía rugiendo.

Zeta se sentó a su lado y, sin rodeos, confessó: —Masha, ya ni siquiera sé si aquí seguimos a salvo.

Ella palideció. —Dime todo, Zeta.

—Te lo resumiré. La cacería comenzó. Las democracias han caído, y con ellas, las últimas libertades. Es el fin de la privacidad, de la elección, de la vida como la conocimos.

Masha, que creía que ya nada podría ser peor, sintió cómo su mundo se resquebrajaba. La imagen de su hijo vino a su mente, y las lágrimas brotaron de sus ojos. Zeta la abrazó; sus brazos fuertes eran el único refugio en un mundo que se desmoronaba.

—Amor, saldremos de esto. Estoy aquí a tu lado, como siempre, más que nunca. Jamás les pasará nada, incluso si tengo que luchar contra el mundo entero. Ahora descansemos. Mañana averiguaré más.




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