Una neblina fría y densa envolvía la comunidad aquella mañana. Aitor sirvió el café, su aroma amargo luchando contra el peso que se respiraba. Zeta, con su calma característica, rompió el silencio.
—Anoche, Elián me mostró imágenes —dijo, la mirada en las llamas—. Fragmentos de algo que se nos viene encima.
—Vamos, hermano, suéltalo de una vez —lo animó Aitor.
—Era de noche, todo oscuro —continuó Zeta—. Barrios enteros apilados a las sombras de las Smart Cities… Gente demacrada, con la piel pegada a los huesos, revolviendo basura... miradas vacías que ya ni siquiera suplican, solo esperan el fin.
Mateo palideció. Aitor se llevó una mano a la frente.
—Hace rato que lo que temíamos… llegó —concluyó Zeta, su voz sin fluctuaciones—. Allá, la cárcel no tiene muros. El castigo es el hambre.
—¡Carajo! —Aitor apretó los puños—. La comida es un arma. Esto ya no es cosa de drones.
Zeta asintió.
—Sí, pero con cuidado. Ahora debo ir al hospital.
El sol del mediodía calentaba cuando los gritos llegaron. Mateo, que merodeaba la zona para vigilar los límites de la comunidad, entraba corriendo. Junto a Kael, cargaban el cuerpo esquelético de Niko; Vera los seguía de cerca.
—¡Zeta, rápido! ¡Los encontramos colapsados!
—Pónganlo aquí —ordenó Zeta.
Al examinarlo, confirmó lo que sus ojos veían: no había heridas, solo desnutrición extrema. El cuerpo de Niko no había sido alcanzado por un arma, sino por una política: la de negarles la comida a quienes se resisten.
Lo intentó todo. Pero en la comunidad analógica, sin la tecnología de las Ciudades, solo quedaban las manos y la impotencia. Niko murió en sus brazos, ligero como un pájaro.
Tres horas después, Zeta salió del quirófano.
—No lo logré. Lo siento —dijo a Kael y Vera.
Los guió al pequeño bar de la comunidad. Doña Alcira les acercó té y guiso.
—Bien —dijo Zeta—, hablen. Cuéntenme todo.
Kael tomó aire.
—Las Smart Cities ya no son ciudades, Zeta. Son jaulas con luces. La comida es el nuevo oro, y nos lo niegan para doblegarnos. Los ricos acceden a "paquetes neuronales" que expanden sus mentes, mejoran sus sentidos, les dan ventajas inhumanas... mientras a nosotros nos venden basura procesada que apenas frena el hambre.
Vera, hasta entonces en silencio, habló con voz fría:
—El estado de bienestar murió. La inmortalidad no alcanza. Ahora los ricos compran la exclusividad de ser humanos plenos. Controlan la comida, la tecnología, el futuro. Y los pobres... somos solo un recordatorio descartable de lo que el sistema quiere erradicar: la humanidad común.
Zeta guardó silencio. Lo entendió todo. Las imágenes de Elián… eran el presente. Kael, Vera, Niko… habían escapado de una cárcel de hambre y desesperanza. Y su hijo los había guiado.
Un nuevo miedo se instaló en su pecho. Un frío que sus circuitos no podían procesar. No por los horrores escuchados, sino por lo que tendría que decirle a Masha. Y por la cruda realidad: en un mundo donde el alimento y la mejora humana son solo para los ricos, su comunidad era doblemente vulnerable.