Capítulo 3: El precio de la pureza
El silencio en la cabaña era tan espeso que se podía cortar con el filo de una mirada. Zeta acababa de terminar de hablar sobre las imágenes que Elián le había mostrado. Frente a él, Masha lo escuchaba, y con cada palabra, el color de su esperanza se desvanecía.
—No es solo el hambre, Masha —dijo Zeta, su voz un eco cansado de la reunión con Kael y Vera—. Es la enfermedad. Lo que para ellos, en los suburbios de las Smart Cities, es un resfriado trivial, para nosotros es una sentencia. Nuestra pureza, nuestro rechazo a su tecnología… tiene un precio.
Como si el universo hubiera escuchado la conversación, la puerta se abrió de golpe. Aitor apareció, demudado, sin aliento.
—¡Zeta! Es Eunice… Tose sin parar. Arde en fiebre. No puede respirar bien.
Zeta ya estaba en pie, agarrando su maltrecho botiquín de médico analógico. Lo siguió hasta la casa de Eunice, dejando a Masha con un nudo de miedo en el estómago.
Dentro, el aire olía a tierra y hierbas. Eunice yacía en su cama, aislada del mundo por un sencillo tul blanco. Cada respiro era un silbido corto y doloroso. Sus ojos vidriosos se clavaron en Zeta.
Zeta la examinó, y un frío distinto al de la fiebre lo recorrió. Su sistema inmunológico, perfecto y artificial, nunca conocería esta vulnerabilidad. Elián, su hijo, heredero de ese código depurado, jamás temería a un virus. Pero Eunice, Aitor, Masha… toda la comunidad era de carne y hueso, frágil y preciosa. Él era el médico inmune, condenado a ver morir a los que no podía salvar con su propia sangre.
—La neumonía —murmuró, y su voz sonó a traición—. Sin antibióticos, sin antivirales… su cuerpo debe luchar solo. Y no siempre gana.
Aitor, al otro lado del tul, apretó los puños. Su rabia era un animal encerrado en la habitación.
—¿No hay nada? Nada de lo de antes…
—Lo de antes ya no existe para nosotros —cortó Zeta, con la crudeza necesaria—. Solo nos queda lo que la tierra nos da y la fuerza de ella.
Mientras aplicaba compresas frías en la frente de Eunice, una idea comenzó a germinar en su mente. Una idea tan peligrosa como necesaria.
Esa noche, reunido con Masha, Aitor, Mateo y Aura, lo planteó sin rodeos.
—Eunice no resistirá mucho así. La comunidad es vulnerable. Ellos tienen la medicina, la tecnología. Nosotros tenemos… —hizo una pausa, mirando a Aura— …la única llave.
Todos comprendieron. Aura bajó la mirada. Infiltrarse en la Smart City no era como cruzar la selva. Era adentrarse en la boca del lobo.
—Kael y Vera —dijo Mateo—. Ellos están afuera. Podrían ayudarla. Conseguir lo que necesitamos.
—Es un riesgo enorme —susurró Masha.
—El riesgo mayor es quedarnos de brazos cruzados viendo morir a nuestra gente —respondió Zeta, y su mirada no dejaba lugar a dudas.
Aura alzó la cabeza. Sus ojos, por lo general tan serenos, brillaban con la luz fría del deber.
—Iré —dijo, simple y claramente—. Elián puede ser mi enlace. Él me guiará.
Fue así como, bajo un manto de estrellas indiferentes, sellaron un pacto desesperado. La pureza de su humanidad se defendía con la astucia y el coraje. Mientras Eunice luchaba por cada bocanada de aire, Aura ya no pensaba en el riesgo. Se preparaba para adentrarse en el corazón de la bestia, transformando su propia forma en la perfecta mentira digital que podría salvarlos.