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Capítulo 5: Las Clínicas Grises
Finalmente, Aura arribó a la comunidad analógica. Traía consigo no solo los remedios que salvarían a Eunice, sino también la información crucial que Kael y Vera le habían confiado.
En la pequeña casa de Aitor, la tensión era casi insoportable. El aire olía a humedad mezclada con alcanfor y alcohol. Eunice, débil y pálida, respiraba con dificultad en la cama. Aitor se paseaba nervioso de un lado al otro, hasta que Zeta terminó de suministrarle la medicina.
—Calma, Aitor —dijo Zeta con voz firme, posando una mano sobre su hombro—. Con todo lo que has hecho y estos remedios, pronto estará mejor.
Aitor lo abrazó con fuerza, las lágrimas empañándole los ojos. Luego se volvió hacia Aura, su voz ronca por la gratitud.
—Gracias, Aura… te debo la vida de Eunice.
Ella lo miró con serenidad.
—No tienes por qué agradecerme. Ustedes me enseñaron lo que significa ser comunidad, estar juntos incluso cuando no se tiene nada.
Dejando a Aitor junto a su esposa, Aura y Zeta salieron al exterior. La noche los envolvió con su humedad espesa; el aire estaba impregnado de tierra mojada y humo lejano. Las luces tenues de la comunidad chisporroteaban sobre los charcos, y el silencio solo era roto por grillos y algún ladrido perdido. Caminaron sin hablar hasta la casa azul de Zeta.
Mientras avanzaban, Zeta pensaba en lo que significaba ese lugar para él. La casa, sencilla y con ventanas pequeñas iluminadas desde adentro, era más que un refugio: era su último ancla analógica.
Entraron. En la cocina, Mateo los esperaba con gesto ansioso. Aura lo saludó con un abrazo sincero, mientras Zeta se apartaba en silencio. Se dirigió hacia la habitación donde descansaban Masha y Elián.
Abrió despacio la puerta. La lámpara de noche bañaba la escena con un resplandor cálido: Masha dormía profundamente, con el rostro sereno, mientras la pequeña mano de Elián descansaba sobre su mejilla. Zeta se quedó observándolos, el pecho apretado por una mezcla de amor y miedo. Cerró suavemente la puerta y regresó a la cocina.
Se sentó junto a Mateo y Aura. El silencio era denso, como si el aire esperara contener las palabras que estaban por nacer. Aura inspiró hondo y comenzó a hablar.
—Bien… les diré todo lo que pude averiguar.
Su voz, primero un susurro, fue creciendo con firmeza hasta llenar la cocina.
—En las Smart Cities existen lugares secretos en los suburbios, los llaman Clínicas Grises. Allí trabajan médicos expulsados, hombres y mujeres que hacen el trabajo sucio que nadie más acepta. Son centros clandestinos donde los humanos puros, jóvenes y desesperados, llegan buscando paquetes neuronales que los conecten a la Red. Venden su humanidad a cambio de una promesa.
Aura bajó la mirada, la voz temblorosa.
—Pero casi ninguno tiene suerte. A la mayoría les implantan chips defectuosos y les inyectan fármacos experimentales. Los despojan poco a poco de lo que son, hasta dejarlos convertidos en sombras de sí mismos.
Se detuvo, apretando los labios. El recuerdo la estremecía.
—No lo olvido. Lo último que vi fue una muchacha frente a un espejo. Apenas podía reconocerse. Después de tantas cirugías, solo le quedaba un pulmón de su humanidad. Todo lo demás había sido reemplazado… o vendido.
El silencio se espesó. Solo el crepitar de la lámpara iluminaba la habitación.
Aura continuó, ahora con la voz cargada de rabia.
—Los órganos que extraen en esas clínicas no se pierden. Son destinados a las grandes instalaciones de las Smart Cities, donde miles de cuerpos congelados de los ricos esperan. Ellos recibirán esos órganos, prolongando su vida, haciéndose prácticamente inmortales… mientras los pobres se marchitan en la oscuridad.
Mateo apretó los puños, conteniendo la furia. Zeta, en cambio, se quedó callado, mirando hacia la ventana. El reflejo de las luces nocturnas se confundía con sus pensamientos.
Horas después, ya acostado, Zeta volvió a entrar en la habitación. Masha y Elián seguían dormidos. El leve murmullo del niño, perdido en sueños, era lo único que rompía el silencio. Zeta se acercó a ellos, contemplando el rostro sereno de Masha y el pequeño pecho de su hijo que subía y bajaba con cada respiración.
El amor lo envolvió con fuerza, pero junto a él, el miedo. Las palabras de Aura pesaban sobre su mente como un hierro ardiente. Las Smart Cities no eran solo centros de tecnología: eran fortalezas de poder y control, rodeadas de suburbios devorados por la miseria y la descomposición.
Zeta cerró los ojos, consciente de la verdad: la lucha apenas comenzaba. Y en esa batalla, cada decisión podía significar el futuro —o la extinción— de los últimos humanos puros. El amor era el último recurso en su código.