Capítulo 6: El Plan Siniestro:
El aire en el refugio clandestino era espeso, saturado por el olor a concreto pulverizado y la humedad que se filtraba a través de las grietas de un mundo en colapso. En el corazón de aquella caverna de resistencia, varias pantallas parpadeaban, proyectando un ballet de líneas de código verde que latía como el único pulso de esperanza en la oscuridad. Kael, con los hombros rígidos tras días de vigilia forzada, observaba los flujos de datos. A su lado, Vera ajustaba las conexiones de un transmisor con dedos cuya firmeza apenas lograba ocultar un temblor casi imperceptible.
—El patrón se repite, Kael —murmuró ella, sin apartar los ojos de la pantalla—. Las desapariciones ya no son aleatorias. Se enfocan en los sectores marginales, en los que rechazan los implantes, en los que se aferran a su humanidad. Los convierten en... fantasmas. Cuerpos que deambulan con la mirada vacía, despojados de recuerdos, de voluntad.
Kael apretó los puños hasta que los nudillos palidecieron. No eran solo números. Cada dato era una vida, un rostro, una historia que el sistema había decidido borrar en su silenciosa y metódica limpieza social.
—No basta con liberar accesos o piratear sus servidores—declaró, su voz un eco grave de frustración contenida—. Esto es más grande. Es la fábrica del olvido. No satisfechos con controlar el presente, ansían reescribir el pasado. Borran memorias, extinguen sueños. Nos reducen a espectros de lo que una vez fuimos.
El ataque no llegó con un estruendo inicial, sino con un zumbido sordo y penetrante que resonó desde las paredes, como un enjambre de avispas metálicas aproximándose a su colmena. Entonces, el mundo estalló. Una detonación seca estremeció el refugio, y una lluvia de escombros y polvo se abatió sobre ellos. La luz parpadeó y una de las pantallas estalló en un chispazo de silicio y furia.
—¡Nos encontraron! ¡La milicia digital! —una voz gritó entre la confusión.
Kael, por puro instinto, agarró a Vera del brazo y la arrastró hacia la salida trasera, un agujero camuflado tras una cortina de cables. Los drones ya surcaban el aire del refugio, sus luces frías e implacables barrenando cada rincón, cada rostro contraído por el terror.
—¡Por los túneles de mantenimiento! —gritó Vera, señalando una compuerta oxidada que conducía a las entrañas de la ciudad—. ¡Es nuestra única salida!
Corrieron a ciegas, esquivando vigas retorcidas y charcos de agua sucia electrificada por cables pelados. El sonido metálico de las botas de la milicia resonaba a sus espaldas, un recordatorio siniestro de la muerte que los perseguía. Pero en la penúltima esquina, justo cuando la luz del exterior se vislumbraba al final del pasadizo, el pie de Vera se enredó en un cable suelto. Un crujido seco, un gemido ahogado. Cayó pesadamente contra el suelo gélido.
—¡Mi tobillo! —logró articular, con el rostro demudado por el dolor—. No... no puedo.
Kael se agachó, intentando en vano cargarla. El peso de su cuerpo era nada comparado con el peso abrumador de la derrota que se cernía sobre ellos. Los reflectores de los drones los alcanzaron, bañándolos en una luz blanca y despiadada que no dejaba resquicio para la esperanza.
—Tienes que irte —le suplicó Vera, empujándolo con la poca fuerza que le quedaba. Sus ojos, desmesuradamente abiertos y llenos de un terror que trascendía el dolor, se clavaron en los de él—. Kael, escápate. Lleva esta verdad. Cuenta lo que están haciendo. ¡No dejes que nos borren a todos!
La orden fue un cuchillo clavándose en el corazón de Kael. Con el alma destrozada, con el sabor amargo de la traición hacia sí mismo en la boca, soltó su mano. Corrió hacia la oscuridad de la alcantarilla, y la última imagen que grabó a fuego en su memoria fue la de Vera: su mirada no de reproche, sino de una fe inquebrantable, su cabello oscuro como un estandarte caído en el suelo inmundo, y sus labios formando unas palabras silenciosas que él juró descifrar: "Encuéntrame".
Se arrojó a la boca de las alcantarillas, donde la oscuridad era tan densa que podía palparse, y el hedor a podredumbre y descomposición era el olor mismo del fin del mundo. Arriba, el eco metálico de las botas de sus perseguidores retumbaba, un tañido fúnebre que marcaba el final de una batalla y el amanecer de otra.
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Mientras, en el corazón de la comunidad analógica, la paz de la noche era un bien preciado. Bajo la luz tenue y danzante de una lámpara de aceite, Masha leía en voz baja un libro de poemas antiguos. En la habitación contigua, Zeta se inclinaba sobre la cama de su hijo.
—Mañana, hijo, lo construimos —dijo Zeta, con una sonrisa cansada pero genuina, mientras Elián apilaba piedras de río con una concentración adorable—. Ahora, a dormir.
Pero, de pronto, la sonrisa del niño se desvaneció. Dejó caer las piedras que sostenía. Su cuerpo se tensó y sus ojos, de un azul profundo como el cielo después de la tormenta, se nublaron con una visión que solo él podía percibir.
—Papá —susurró, y su voz sonó extraña, como un eco llegado desde muy lejos—. El hombre... el hombre de la niebla... huye. La mujer... la mujer del pelo oscuro... ya no está. Los malos... se la llevaron.
Zeta contuvo el aliento mientras un torrente de imágenes crudas y desgarradoras invadía su mente a través del vínculo único con su hijo: la persecución en los túneles, los drones, la mirada de determinación y despedida de Vera, la huida desesperada de Kael hacia la oscuridad. Comprendió, con una certeza que lo heló por completo, que la guerra había escalado. Ya no se libraba en las sombras de las ciudades lejanas. Kael, al llegar, no traería solo heridas en su cuerpo; traería consigo la verdad más dolorosa y urgente: el sistema estaba dispuesto a arrasarlo todo, y su comunidad había dejado de ser un refugio oculto para convertirse en el próximo objetivo.