Capítulo 8: La Sombra en la Carne
La madrugada envolvía la comunidad en un silencio frío cuando Zeta finalmente salió de la cabaña . Había dejado a Kael estable, sus signos vitales calmados por las hierbas, con Mateo y Aura velando su sueño. Cada paso de regreso a su casa sonaba hueco en la tierra helada.
Al entrar, la quietud era absoluta. La luz pálida de la luna, que se retiraba ante el amanecer, se filtraba por la ventana e iluminaba a Masha, profundamente dormida. Su pecho se elevaba en un ritmo lento y pacífico, un contraste brutal con el caos que Zeta sentía dentro de su pecho. Se quedó mirándola, y por un instante, todo—el peligro, el miedo, la responsabilidad—se desvaneció. Ella, y el hijo que dormía en la habitación de al lado, eran su todo.
Se acostó a su lado, sin hacer ruido. El sueño no llegó. Sus sentidos aumentados, una maldición en la quietud, repasaban cada detalle de la herida de Kael. Algo no encajaba.
Antes de que el sol asomara por completo, se levantó. Se vistió para el turno en el hospital y, antes de salir, se acercó de nuevo a la cama. Acarició con infinita suavidad el cabello de Masha y luego le dejó un beso en la frente.
Ella abrió los ojos, lentamente, desorientada.
—¿Ya te vas?—su voz era un susurro ronco—. No escuché nada... dormí como si me hubieran golpeado.
Zeta le sonrió, un gesto tranquilo que le costó muchísimo esfuerzo , no quería angustiarla, no en ese momento.
—Son muchas las cosas que están pasando,mi amor. El cuerpo a veces pide descanso aunque la mente no quiera. —Su mano acarició su mejilla—. Descansa. Cuando vuelva esta tarde, te lo explico todo.
Masha asintió, sus ojos grises, aún nublados de sueño, se cerraron de nuevo como si una plomada los arrastrara de vuelta a la inconsciencia.
Zeta salió, pero no fue al hospital. Su camino lo llevó directamente a la cabaña de Aura. Mateo, desvelado y con ojeras, lo dejó pasar. Aura observaba a Kael con una concentración feroz.
—Necesito revisar la herida con calma —dijo Zeta, y su tono no admitía discusión.
Esta vez, no palpó los bordes. Con pinzas y una lupa, examinó el interior del corte ya suturado. La "gracia" de la munición cinética no era solo noquear; era dejar un regalo. Entre el tejido dañado, incrustado en lo más profundo del canal de la herida, había un pequeño objeto metálico, liso y rectangular. No era un fragmento aleatorio. Era el núcleo de la bala: un rastreador.
El aire se le heló en los pulmones. Kael no solo había sido alcanzado. Le habían disparado un parásito. La huida, la sangre, todo había sido parte del plan. Él era el mensajero involuntario de su propia sentencia.
—Mateo —ordenó Zeta, su voz un susurro cortante—. Ve a la radio. Dile a Aitor que pase por el centro de salud. Que es urgente.
Cuando Mateo salió disparado, Zeta se giró hacia Aura.
—Esto cambia todo.No estamos a salvo. Ellos saben que Kael está aquí. Su herida era un faro. Y nosotros lo trajimos al corazón de nuestro hogar.
—¿Lo extraemos? —preguntó Aura, su mente analítica ya sopesando opciones.
—Si lo hacemos, sabrán que lo descubrimos y actuarán de inmediato. Pero si lo dejamos... —Zeta hizo una pausa, sus ojos se estrecharon— ...podemos usar su arma contra ellos. Podemos alimentar su confianza y guiarlos hacia una trampa. Es un riesgo enorme. Jugaremos con fuego.
—Es la única jugada que tenemos —concluyó Aura, asintiendo con solemnidad—. La inacción es la rendición.
Zeta salió de la cabaña, la tensión grabada en cada músculo de su cuerpo. Se dirigió al centro de salud, pero su mente ya no estaba en las medicinas. Mientras caminaba, vio a Aitor acercarse desde la radio, su rostro marcado por la preocupación. Zeta lo esperó en la puerta.
—Aitor —dijo, bajando la voz—. Eunice está mejor, es cierto. Pero eso ya no es todo. Kael trajo el peligro consigo. La bestia nos ha encontrado. Prepárate.
La charla sería larga y dura. Pero por primera vez, sabían con qué estaban luchando. No contra un enemigo abstracto, sino contra una sombra que ahora tenían al alcance de la mano, incrustada en la carne de un amigo. El juego había comenzado.