El número 25

Capítulo 1

El auto avanzaba despacio por la ruta que parecía no terminar nunca. El sol, todavía alto, bañaba de un tono dorado los campos interminables, y el aire del verano se colaba por la ventanilla entreabierta. Sofía apoyó la frente contra el vidrio y soltó un suspiro que solo ella escuchó.

Tenía dieciséis años y sentía que lo había perdido todo: su escuela, sus amigas, la rutina de la ciudad que, aunque caótica, le resultaba un mundo familiar y seguro. Allí podía perderse en la multitud, caminar sin que nadie la mirara dos veces. Acá, en medio de la nada, ya imaginaba lo contrario: rostros que se girarían al verla, preguntas, comentarios, como si llevara un cartel que dijera la nueva.

A su lado, Julián —de apenas diez años— no paraba de hacer preguntas, señalando cada molino, cada tractor que pasaba.

—¿Y eso para qué sirve? —dijo, apuntando a una máquina oxidada en un campo.
—Para cosechar, seguro —respondió su padre sin apartar la vista del camino.
—¡Mirá! ¡Una vaca! —añadió Julián, pegando la cara al vidrio.

Sofía cerró los ojos un instante. Su hermano hablaba sin parar, como si cada cosa fuera un descubrimiento, como si el viaje fuera una aventura. En el asiento de atrás, Tomás, de seis, dormía con la boca abierta, abrazado a su oso de peluche como si nada en el mundo pudiera preocuparlo. A veces Sofía los envidiaba: la facilidad con la que se adaptaban, la ligereza con que vivían todo.

—Ya casi llegamos —dijo su padre desde el volante, con tono animado, como si quisiera contagiar entusiasmo.

La madre sonrió, acariciando distraída el mapa que habían traído aunque no lo necesitaban. Había en ellos una calma que desconcertaba a Sofía. La mudanza, dejarlo todo atrás, parecía no haberlos afectado en lo más mínimo.

Ella se mordió el labio. ¿Cómo pueden estar tan tranquilos? ¿Acaso no sienten que estamos dejando atrás una vida entera?

El pueblo apareció de pronto, después de una curva: calles angostas, casas bajas, balcones con ropa colgada al sol. No se parecía en nada a la ciudad de edificios altos y luces que ella extrañaba. Allí todo era demasiado tranquilo, demasiado expuesto, como si cada mirada pudiera atravesarla.

—Qué lindo —dijo la madre, observando por la ventanilla.
—Me gusta —comentó Julián, con una sonrisa sincera.
Sofía no pudo evitar bufar.
—¿En serio? Parece sacado de una postal vieja.
—Eso es lo bueno —respondió el padre—. Tranquilidad. Un cambio nos va a hacer bien a todos.

La palabra bien retumbó en su cabeza como una ironía. Sofía se acomodó el auricular en la oreja, aunque no tenía música puesta. Solo quería fingir que no escuchaba.

Cuando el auto se detuvo frente a la casa nueva, Sofía sintió un nudo en la garganta. Era grande y antigua, con paredes encaladas y un portón de hierro que chirrió al abrirse. Sus hermanos bajaron corriendo, fascinados por el jardín lleno de árboles.

—¡Mirá, Sofi! ¡Tiene hamacas! —gritó Julián, y Tomás, todavía medio dormido, se lanzó hacia el césped con una risa contagiosa.

Ella, en cambio, permaneció sentada un segundo más, con la mano en la manija de la puerta, paralizada por una certeza que no se animaba a decir en voz alta: allí nunca iba a encajar.

No quiero empezar de nuevo. No quiero sonrisas desconocidas ni pasillos que me miren como si fuera un intruso. No quiero ser la rara, la que no pertenece.

La madre se inclinó hacia ella, con voz suave:
—Vamos, Sofi. Te va a gustar, ya vas a ver.

Sofía fingió una media sonrisa y bajó del auto. El aire olía a tierra húmeda y a flores que no sabía nombrar. Todo era nuevo, demasiado nuevo, y en ese instante solo pensó que, aunque la casa fuera hermosa, aunque todos a su alrededor parecieran emocionados, ella estaba convencida de una cosa: ese lugar nunca sería su hogar.

El portón se cerró con un golpe metálico detrás de ellos, y Sofía sintió que también se cerraba algo dentro suyo. Sus hermanos corrían de un lado a otro, fascinados por el jardín que parecía un pequeño bosque. La risa de Julián y Tomás se mezclaba con el canto de los pájaros, como si todo encajara a la perfección. Menos ella.

La madre sacó las llaves de un sobre que llevaba en la cartera y las agitó con una especie de ceremonia.
—Bueno… —dijo sonriendo—. Bienvenidos a casa.

El padre abrió la puerta con un gesto teatral, y el chirrido de las bisagras se perdió en la emoción de todos menos en la de Sofía.

El interior olía a encierro, a madera vieja, a un pasado que no les pertenecía. El recibidor era amplio, con un piso de baldosas frías que reflejaban la luz de las ventanas altas. Había muebles cubiertos por sábanas blancas, como fantasmas esperando ser despertados.

—¡Guau! —exclamó Julián, corriendo escaleras arriba.
—Yo quiero este cuarto, ¡este! —gritó desde arriba Tomás, con la voz cargada de entusiasmo.

Sofía avanzó despacio, rozando la pared con la yema de los dedos. No es mío… nada de esto es mío. Cada cuadro torcido, cada puerta de madera oscura le resultaba ajeno, distante, como un decorado que alguien había levantado solo para recordarle que ya no pertenecía a ningún lado.

—¿No es hermoso? —preguntó la madre, entrando tras ella, con una sonrisa que parecía inquebrantable.
—Sí… —murmuró Sofía, sin mirarla a los ojos.

En realidad, lo único que sentía era un nudo en el estómago. La casa era demasiado grande, demasiado silenciosa. En la ciudad todo tenía un sonido: bocinas, voces, risas en la calle. Acá, si grito, seguro me escuchan desde el otro extremo del pueblo.

Subió las escaleras con pasos lentos, mientras Julián abría puertas a los saltos, descubriendo habitaciones como si fueran tesoros escondidos. Ella, en cambio, deseaba que cada puerta estuviera cerrada con llave para no tener que mirar.

Entró en el que sería su cuarto. Era amplio, con un ventanal que daba al jardín. La luz se colaba a raudales, iluminando las paredes desnudas y el suelo cubierto de polvo. En el centro había una cama antigua, de hierro forjado, con un colchón que parecía demasiado duro.




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