El sol de la tarde caía con fuerza sobre la plaza del pueblo, pero a nadie parecía importarle. El eco del bote de la pelota de baloncesto resonaba contra el suelo desgastado de la cancha, mezclándose con las risas y los gritos de quienes miraban desde los bancos.
Luciano encestó con un movimiento rápido y se dejó caer en el borde de la pista, secándose el sudor con la camiseta.
—Ya está, me rindo. Paso —dijo entre jadeos, aunque con una sonrisa cansada.
—¿Te has agotado? —bromeó Marcos, su mejor amigo, lanzándole el balón al pecho.
—Es domingo, tío. Mañana empieza otra vez la tortura —respondió Luciano, atrapando el balón al vuelo.
Un par de chicas, sentadas en el bordillo con botellas de refresco en la mano, se rieron del comentario. Una de ellas, Carmela, lo miró con descaro.
—Qué exagerado. El instituto no es para tanto.
—Para ti no —replicó él, apoyándose contra el poste de la canasta—. Pero yo estoy hasta arriba. Exámenes, trabajos, profes que parece que quieren sacarnos la vida… Yo lo único que quiero es que este último año pase volando, sin líos, sin movidas raras.
Lo dijo casi en un murmullo, como si fuera un deseo que no quería compartir del todo. Aun así, sus amigos lo escucharon bien. Marcos se le acercó y le dio un codazo.
—Siempre sueltas la misma cantinela, y siempre acabas metido en algo.
—No es culpa mía —respondió Luciano con media sonrisa, aunque en su mirada había más cansancio que diversión—. Yo no lo busco.
En el fondo, lo único que quería era calma. Después de años sintiéndose presionado por las expectativas de sus padres, de los profes, de todos, soñaba con un curso normal. Jugar al baloncesto, pasar las tardes en la plaza, terminar bachillerato y luego ya ver qué hacer con su vida. Nada de complicaciones.
El partido volvió a arrancar y Luciano se levantó a regañadientes, aunque no podía evitar disfrutar del juego. Cada pase, cada carcajada compartida, le recordaba por qué ese grupo era su refugio. El pueblo sería pequeño y rutinario, pero ahí, en esa cancha gastada, se sentía libre.
Lo que no imaginaba era que la tranquilidad que tanto ansiaba estaba a punto de romperse con la llegada de alguien a quien todavía no conocía.
El partido estaba en plena ebullición cuando el balón salió despedido tras un mal pase. Rodó por la acera, rebotó contra un bordillo y fue a parar justo a los pies de una chica que caminaba con dos niños pequeños.
—¡Eh, el balón! —gritó Marcos desde la cancha.
Luciano corrió hacia allí, pero Sofía ya se había agachado a recogerlo. El más pequeño de sus hermanos, Tomás, trató de cogerlo también, riéndose, pero la pelota era demasiado grande para él.
—¡Devuélvelo, Tomi! —le pidió Sofía, con una mezcla de paciencia y fastidio. El niño hizo un puchero, pero se lo pasó.
Cuando levantó la vista, Luciano estaba delante de ella.
—Gracias —dijo él, extendiendo la mano para recuperar el balón.
Sofía se lo entregó sin demasiada prisa, clavándole la mirada un instante. Tenía unos ojos oscuros y firmes que parecían querer dejar claro algo: no estoy aquí para encajar.
—De nada —respondió con voz baja, casi seca.
Julián, su hermano mayor, interrumpió señalando la cancha:
—¡Mira, Sofi! Juegan al básquet como en la tele.
—Sí, venga, vamos —dijo ella, tirando suavemente de él para seguir el camino.
Luciano los observó marcharse unos segundos antes de volver a la pista. No había sido más que un gesto fugaz, pero la manera en que aquella chica le había mirado le dejó una extraña sensación, como si detrás de sus palabras cortas hubiera un muro enorme.
—¿Quién era? —preguntó Marcos, curioso.
—Ni idea —contestó Luciano, botando la pelota otra vez—. Pero no me suena de aquí.
El partido continuó, aunque en el fondo de su mente, Luciano no pudo evitar preguntarse quién sería esa chica que acababa de llegar con la mirada cargada de un mundo entero.
La plaza había quedado en silencio, apenas iluminada por las farolas. El eco de las risas y el ruido del balón se había apagado hacía horas, pero en la cabeza de Luciano la tarde seguía repitiéndose como un eco.
Estaba tumbado en su cama, con la ventana abierta y el murmullo de los grillos colándose en la habitación. Medía un metro noventa y dos: un cuerpo que le hacía destacar inevitablemente, aunque él lo llevara con naturalidad. Su pelo, castaño claro tirando a rubio, todavía olía a sol y a polvo de la cancha. Los ojos celestes, herencia de su madre, se mantenían abiertos a pesar del cansancio.
No podía dejar de pensar en ella. La chica del parque.
Recordaba perfectamente cómo había recogido el balón y cómo, durante un segundo, sus miradas se cruzaron. Un instante breve, pero suficiente para grabarse en su memoria.
Y también recordaba otra cosa: el niño pequeño que la acompañaba había tirado de su brazo y la había llamado a gritos.
—¡Sofi!
Luciano sonrió de lado en la oscuridad. Sofía… se llama Sofía.
El nombre le encajaba de golpe, como si ya lo hubiera sabido desde antes.
Se giró en la cama, suspirando. —Mañana empieza el curso… y yo solo quiero un año tranquilo —murmuró.
Pero sabía que la imagen de esos ojos negros, serios y hermosos, no iba a borrarse fácilmente. Y algo en su interior le decía que la calma que tanto deseaba estaba a punto de desmoronarse.
En la otra punta del pueblo, Sofía también luchaba contra el insomnio. La casa estaba en silencio: sus padres dormían, Tomás abrazaba su peluche y Julián respiraba profundamente en la cama de al lado.
Ella, en cambio, se había quedado despierta, con la vista fija en el techo alto de su nueva habitación. Todo le resultaba extraño: el crujido de la madera, el murmullo lejano de un perro ladrando, el aire tan distinto al de la ciudad.
Se giró hacia la ventana. Desde allí solo se veía el jardín, oscuro y lleno de sombras. Sintió de nuevo ese nudo en la garganta que la había acompañado desde que llegaron. Mañana instituto nuevo, caras nuevas, empezar desde cero otra vez.