El despertador sonó temprano en casa de Luciano. Él lo apagó de un manotazo y se quedó unos segundos tumbado, mirando el techo. La sensación era extraña: último primer día de instituto.
Se levantó despacio, se duchó rápido y se vistió con lo primero que encontró: vaqueros y una camiseta básica. No necesitaba mucho más. Con su metro noventa y dos llamaba la atención de todos modos, y no siempre le gustaba.
En la cocina, su madre lo esperaba con un tazón de leche y tostadas.
—Aprovecha este último curso, Lucho —le dijo mientras le servía café para ella.
—Eso intento, má —contestó él, dándole un mordisco a la tostada—. Solo quiero que pase sin líos.
Ella sonrió como si no acabara de creerle.
Al poco, salió de casa con la mochila colgada al hombro. En la esquina ya lo esperaban Marcos y el resto del grupo, riendo como si las vacaciones no hubieran terminado nunca. El aire fresco de la mañana lo despejó del todo. Por un instante, pensó que quizá ese año realmente sería tranquilo.
---
En la otra punta del pueblo, Sofía se despertó con el estómago encogido. El murmullo de voces en la cocina le recordó que no había escapatoria: era el primer día en el nuevo instituto.
Se vistió con unos vaqueros y una blusa sencilla. Se miró al espejo y no le gustó lo que vio: no porque no estuviera bien, sino porque no se reconocía. Aquella no era la Sofía de siempre, la que caminaba segura por los pasillos de su colegio en la ciudad.
—Vas a estar genial, ya verás —dijo su madre al verla bajar.
Sofía asintió sin ganas, apenas probó el desayuno y se colgó la mochila.
En el camino hacia el instituto, cada paso le parecía un salto al vacío. Su padre la dejó en la entrada con un “suerte, hija” y una sonrisa confiada. Julián y Tomás la despidieron con entusiasmo, pero ella apenas levantó la mano.
Al ver la fachada enorme y desconocida del edificio, un frío le recorrió la espalda. No quiero estar aquí. No quiero ser la nueva.
---
Luciano y sus amigos llegaron entre risas, lanzándose bromas. Había un ambiente eléctrico en el patio: reencuentros, abrazos, voces que llenaban el aire.
Fue entonces cuando la vio.
Ella estaba de pie cerca de la puerta, sujetando con fuerza la correa de su mochila, como si fuera un salvavidas. Miraba alrededor con una mezcla de inseguridad y desconfianza, los ojos oscuros en alerta.
Luciano sintió un cosquilleo en el estómago. Sofía. El nombre volvió a él con nitidez, gracias a aquel hermanito que lo había pronunciado en la plaza.
No se acercó. Se limitó a observarla desde lejos, como si algo le dijera que ya tendría su momento. Y, sin embargo, supo en ese instante que ese año no iba a ser como él había planeado.
El murmullo en los pasillos del instituto era ensordecedor. Mochilas chocando, saludos efusivos, profes que trataban de poner orden. Sofía avanzaba despacio, como si pisara un terreno hostil. Sentía cada mirada clavada en ella, cada cuchicheo, aunque quizá era solo su inseguridad amplificando todo.
Una profesora menuda, con gafas, la interceptó cerca de la escalera.
—Tú debes de ser Sofía, ¿verdad? —preguntó con amabilidad.
—Sí… —respondió ella en un hilo de voz.
—Ven, te llevo a tu clase.
La puerta se abrió y, de golpe, decenas de ojos la escrutaron. Sofía deseó que la tragara el suelo.
—Chicos, os presento a Sofía. Se ha mudado hace poco y estará con nosotros este curso —anunció la profesora.
Un murmullo recorrió el aula. Sofía apretó los labios, intentando sostener la compostura. Se sentó en un pupitre del fondo, rodeada de caras nuevas que la observaban con una mezcla de curiosidad y reserva.
Al terminar la primera hora, tres chicas se acercaron a su mesa.
—Hola, ¿no? Soy Laura —dijo una, con una sonrisa amplia y el pelo perfectamente planchado.
—Yo soy Nuria —añadió otra, con las uñas pintadas de un rojo brillante.
—Y yo Clara. ¿De dónde vienes? —preguntó la tercera, inclinándose sobre el pupitre.
Sofía sonrió, algo aliviada de no estar sola.
—De la ciudad… —respondió.
—¡Guay! —exclamó Laura—. Seguro que ahí hay un montón de tiendas chulas. Ya nos contarás.
Las tres rieron entre sí, encadenando preguntas sobre marcas de ropa, fiestas y cotilleos del instituto. Sofía intentó seguir el ritmo, pero pronto se dio cuenta de que lo único que les importaba eran los temas ligeros, casi triviales. Eran simpáticas, sí, pero había una superficialidad en sus palabras que la hizo sentirse todavía más fuera de lugar.
Me hablan como si quisieran que encaje, pero… ¿de verdad quiero encajar con ellas?
---
En otra aula, un piso más arriba, Luciano escuchaba a medias la charla de bienvenida de su tutor. Sus amigos cuchicheaban, planeando ya cómo escaquearse del primer recreo. Él sonrió, pero su mente estaba en otra parte.
Durante el descanso, salió al pasillo. La vio de nuevo. Sofía estaba junto a una taquilla, con la mochila todavía colgada, rodeada ahora por aquellas tres chicas que hablaban sin parar mientras ella asentía con sonrisas cortas.
Luciano se detuvo unos segundos, observándola desde lejos. No entendía por qué le llamaba tanto la atención alguien a quien ni siquiera conocía. Pero ahí estaba: su altura le permitía verla entre la multitud y no podía apartar la vista.
—¿Qué miras? —le preguntó Marcos, apareciendo a su lado.
—Nada —respondió enseguida, girando la cabeza.
Pero no era verdad. Había algo en esa chica nueva que lo inquietaba y lo atraía a la vez. Y aunque cursaban en años distintos, intuía que tarde o temprano sus caminos iban a cruzarse más de lo que imaginaba.
El timbre final sonó como una liberación. Sofía recogió sus cosas sin esperar a nadie, despidiéndose con una sonrisa educada de Laura, Nuria y Clara, que ya hablaban emocionadas de lo que harían el fin de semana.
Ella, en cambio, solo pensaba en una cosa: volver a casa.