La tarde caía despacio sobre el pueblo, y en la cancha del instituto se respiraba un ambiente eléctrico. El sonido del balón golpeando contra el suelo, las zapatillas chirriando, los gritos de ánimo de los compañeros. Luciano estaba en su elemento.
Con sus casi dos metros de altura y su facilidad para moverse, se deslizaba entre los rivales con una naturalidad que arrancaba vítores en cada jugada. Cada vez que encestaba, la grada improvisada estallaba en aplausos.
—¡Grande, Lucho! —gritó Marcos desde la banda.
Luciano alzó la mano, sonriendo, aunque por dentro sentía un cansancio sordo. Le gustaba el baloncesto, sí, pero detestaba esa presión constante de ser siempre “el mejor”. Ojalá este último año sea tranquilo, pensó mientras atrapaba el balón en el aire y lo devolvía a la canasta. Pero la ovación volvió a estallar, recordándole que la calma no parecía estar en sus planes.
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Al día siguiente, los pasillos del instituto estaban igual de abarrotados que siempre. Sofía caminaba con su mochila, esquivando a los grupos que se arremolinaban entre las taquillas.
De repente, lo vio.
A unos metros, apoyado contra la pared, rodeado por varios chicos que hablaban animados, estaba el mismo que había visto en el parque. El del balón. El alto. El de la sonrisa contenida.
Se le detuvo el corazón un instante. Es él.
Luciano levantó la mirada distraído, buscando a alguien entre la multitud… y sus ojos chocaron con los de Sofía. Fue apenas un segundo, pero bastó. Él reconoció enseguida la melena oscura, la expresión entre curiosa y esquiva.
Sofía apartó la vista enseguida, fingiendo que buscaba algo en su mochila, mientras el calor le subía a las mejillas.
Luciano, en cambio, se quedó un poco más de lo normal con la vista fija en ella, hasta que Marcos le dio un codazo.
—Tío, ¿qué miras?
Él negó con la cabeza, esbozando una sonrisa breve.
—Nada.
Pero no era nada. Ambos lo sabían. Ese cruce de miradas se quedó grabado, como una chispa inesperada en medio de la rutina.
El instituto hervía de voces y pasos. Era la primera asamblea del curso, y todos los alumnos debían dirigirse al salón de actos. Los pasillos se llenaron de empujones y risas. Sofía intentaba seguir el flujo de gente, pero en un cruce se despistó.
De pronto, el pasillo quedó casi vacío. Miró alrededor y no reconoció nada.
—Genial… —murmuró, apretando los libros contra el pecho.
Avanzó un poco, buscando alguna señal, pero cada puerta estaba cerrada. El eco de sus pasos la hizo sentirse más sola todavía.
—¿Buscas algo? —preguntó una voz a su espalda.
Sofía se giró y lo vio: Luciano. Alto, desgarbado en su camiseta del equipo, con el pelo despeinado y una sonrisa medio divertida.
—El… salón de actos —balbuceó ella, incómoda—. Creo que me he perdido.
Luciano soltó una risa breve, no burlona, sino cálida.
—Tranquila, a todos nos pasa el primer día. Bueno… a todos menos a mí, que soy una brújula humana.
Sofía lo miró con las cejas arqueadas.
—¿Una brújula humana?
—Sí, siempre sé dónde está la cafetería. Lo demás es secundario. —Guiñó un ojo con un gesto tan natural que a Sofía le arrancó una sonrisa inesperada.
Caminaron juntos por el pasillo. Sofía, en silencio, lo observaba de reojo. Era altísimo, más de lo que recordaba del parque. Y sus ojos claros parecían brillar incluso con la luz mortecina de los fluorescentes.
Seguro que es de esos chicos que se creen el centro del mundo, pensó. Tenía toda la pinta: popular, rodeado siempre de gente, el que todos vitoreaban en la cancha. Un arrogante de manual.
Pero entonces, Luciano interrumpió su juicio.
—Mira, ya estamos. —Señaló la puerta del salón de actos y, fingiendo solemnidad, añadió—: “Salvados por el guía oficial del instituto”.
Sofía se rio sin poder evitarlo. Y en esa risa descubrió algo que no esperaba: él no solo era guapísimo, también tenía un humor ligero, sencillo, que desarmaba su resistencia.
—Gracias… brújula humana —dijo ella al entrar.
Luciano se encogió de hombros con una sonrisa sincera.
—Cuando quieras te hago un tour completo. Prometo no cobrar.
Sofía rodó los ojos, pero mientras avanzaba hacia un asiento libre, sintió algo extraño: una calidez que le suavizaba el nudo en la garganta.
Quizá no sea tan creído como parece.
La asamblea comenzó, con el director hablando de normas, actividades y proyectos para el nuevo curso. Sofía apenas prestaba atención: podía sentir la mirada de Luciano, unas filas más atrás, fija en ella.
Intentó concentrarse en las palabras, pero esa sensación la mantenía inquieta.
De repente, el director pronunció su nombre:
—Y como siempre, confiamos en Luciano Romano, nuestro capitán del equipo de baloncesto.
El auditorio estalló en vítores y aplausos. Sofía se giró, siguiendo la dirección de todas las miradas.
Luciano sonreía, levantando una mano en señal de saludo. Por un instante, sus ojos se encontraron de nuevo. Y esta vez, Sofía no apartó la vista: le regaló una sonrisa tímida, pero genuina.
Luciano se quedó inmóvil, con la sonrisa ampliándose un poco más, como si ese simple gesto valiera más que todos los aplausos que lo rodeaban.