La cafetería estaba abarrotada, como si todo el instituto hubiera decidido hacer la misma pausa al mismo tiempo. El bullicio era ensordecedor: bandejas que chocaban, risas que se mezclaban con el aroma del café barato y los bocadillos de tortilla.
Sofía seguía a Laura y a Nuria, las dos chicas que había conocido esa mañana. Eran simpáticas, alegres, siempre con algo que decir, aunque Sofía no podía evitar sentir que había cierta superficialidad en la manera en que hablaban, como si todo se redujese a quién era guapo, quién vestía bien o quién había conseguido más seguidores en redes.
—¡Vamos allí, al fondo! —propuso Laura, arrastrándolas hasta una mesa que acababa de quedar libre.
Se sentaron y enseguida comenzaron las confidencias. Laura apoyó la barbilla en la mano y soltó un suspiro teatral.
—Madre mía, ¿habéis visto a Luciano Romano? Qué pasada… si es que parece sacado de una película americana.
Nuria se rio, girándose hacia Sofía con complicidad.
—Seguro que lo has visto, ¿no? Imposible no fijarse. Es altísimo, guapísimo, y además capitán del equipo de básquet. Lo tiene todo.
Sofía se removió en la silla, sintiendo un calor incómodo en las mejillas.
—Sí… lo he visto —admitió, intentando sonar indiferente mientras daba un sorbo a su refresco.
—¡Pues claro que lo has visto! —insistió Laura—. Si cuando lo nombraron en la asamblea casi se cae el techo de tantos gritos. Es el típico chico que siempre está rodeado de gente, ya verás.
Sofía apretó los labios, como si el comentario confirmase la primera impresión que había tenido de él. Un chico popular, seguro de sí mismo, arrogante.
Pero enseguida recordó su gesto divertido en el pasillo, la forma en que había bromeado llamándose brújula humana, y la calidez en sus ojos cuando la ayudó a encontrar el salón de actos.
—Bueno, tampoco es para tanto… —murmuró, encogiéndose de hombros.
Laura y Nuria la miraron al unísono, como si hubiera dicho una herejía.
—¿Cómo que no es para tanto? —Laura alzó las cejas—. ¡Pero si es el chico más guapo del instituto!
Nuria rio, pellizcando una patata frita de su bandeja.
—Bah, déjala, seguro que tiene otro tipo. Aunque ya te digo, Sofía, si no te gusta Luciano… hay cola de voluntarias para ocupar tu lugar.
Las dos estallaron en carcajadas, aunque Sofía solo sonrió por compromiso. En su interior, sentía que no quería hablar de él, no de esa manera. Porque, por mucho que intentara negarlo, cada vez que cerraba los ojos, veía de nuevo esos ojos celestes clavados en los suyos, y la sonrisa que había iluminado su rostro entre los vítores de toda la asamblea.
—Yo… creo que voy a leer un poco en casa esta tarde —dijo Sofía, cambiando de tema de golpe—. Ha sido un día largo.
Laura y Nuria la miraron, sorprendidas.
—¿Leer? ¿Con este solazo? —rio Laura.
—Eres rara, Sofía —añadió Nuria, aunque sin malicia.
Sofía se limitó a encogerse de hombros, sonriendo tímidamente. Quizá sí era rara, pero en ese momento lo único que deseaba era encerrarse en su cuarto, abrir un libro y dejar que las páginas la alejaran, aunque fuera un rato, de ese torbellino de emociones nuevas que no sabía cómo manejar.
El entrenamiento de baloncesto estaba en pleno apogeo. El sonido del balón rebotando, las zapatillas chirriando contra la madera y los gritos de los compañeros llenaban el gimnasio. Luciano Romano estaba en su elemento, moviéndose con agilidad y precisión. Cada pase, cada lanzamiento, cada bloqueo lo mantenía concentrado… pero no del todo.
Mientras sus amigos —Marcos, Dani y Hugo— discutían la jugada y planeaban quién haría la siguiente, él apenas escuchaba. Sus pensamientos se deslizaban hacia otro lugar.
¿Cómo se llamaba?
Recordó el momento en el pasillo del instituto: la sonrisa que le había dedicado, los ojos oscuros que lo habían atravesado sin permiso. Sofía, pensó de golpe. El nombre apareció nítido en su mente, como si lo hubiera estado esperando.
—¡Tío, pasa el balón o qué! —gritó Marcos, sacándolo de sus pensamientos.
—Ah… sí, claro —dijo Luciano, atrapando el balón y lanzando a canasta, sin perder la coordinación física, aunque su mente seguía vagando.
Cada vez que levantaba la vista, recordaba cómo la había visto entre la multitud en la asamblea y cómo su sonrisa lo había dejado sin aliento. Era solo una chica, sí, pero algo en ella lo desconcertaba. No era su habitual juego de coqueteo o admiración que solían generar los aplausos y vítores del equipo; esto era distinto.
—¿Estás bien, Romano? —preguntó Dani, arqueando una ceja mientras lo veía distraído.
—Sí, sí… todo bien —mintió él con una sonrisa.
Pero no estaba del todo bien. No podía apartar la vista de su memoria: la chica nueva, tímida pero valiente, que parecía tener un muro alrededor suyo y, al mismo tiempo, una calidez que lo desarmaba.
Cada canasta, cada pase, cada risa de sus amigos lo distraía un poco, pero no podía evitar que la imagen de Sofía se colara entre cada pensamiento. Incluso en medio de vítores y aplausos, había un pequeño silencio en su interior que solo ella llenaba.
Va a ser un año interesante, pensó, atrapando el balón otra vez y lanzándolo hacia el aro.
Y aunque todavía no se habían cruzado más allá del pasillo y la sonrisa en la asamblea, Luciano supo que algo había cambiado en él: Sofía, la chica del parque, no iba a salir tan fácilmente de su cabeza.
Más tarde, el entrenador lo llamó a un lado, con un tono más serio de lo habitual.—Luciano, si quieres seguir como capitán, necesitas mejorar tus notas. Especialmente Historia… estás arrastrando la materia.
Luciano tragó saliva, sintiendo cómo un peso se sumaba a todo lo demás.—Sí, entrenador… entiendo.
—Quiero que empieces tutorías o busques la manera de mojorar—continuó el entrenador—. Así mantienes tu puesto y puedes aplicar a la beca universitaria. No hay excusas.
Luciano asintió.—Lo haré. Va a ser un año interesante —susurró para sí mismo, atrapando el balón una vez más—. Y no pienso dejar que nada ni nadie me distraiga de mis objetivos. —Mientras recogía sus cosas, pensó en Sofía, la chica del parque, la de la asamblea, la chica nueva.