El número 25

Capítulo 11

El lunes por la mañana, el instituto parecía igual que siempre: pasillos llenos de estudiantes, risas, mochilas que se arrastraban y charlas interminables. Pero para Sofía, todo tenía un nuevo matiz: cada vez que levantaba la vista, esperaba encontrar los ojos de Luciano entre la multitud.

Desde aquel día en la fiesta, algo había cambiado. Ya no era solo el chico alto y guapo que había visto en la biblioteca o en el partido: ahora había un vínculo silencioso entre ellos, hecho de miradas, sonrisas y mensajes que se cruzaban por el móvil.

Durante las primeras clases, Sofía notaba cómo Luciano la buscaba con la mirada, aunque ambos estuvieran en cursos distintos. Él parecía siempre atento, incluso si estaba rodeado de amigos o de chicas populares. Y cada vez que sus ojos se encontraban, un cosquilleo recorría el cuerpo de Sofía, recordándole la cercanía y la complicidad de la noche anterior.

En la biblioteca, su lugar seguro, se producían pequeños encuentros fortuitos. Sofía iba a buscar libros y, por algún motivo, siempre se encontraba con Luciano. Él la ayudaba a alcanzar un estante, comentaba algún título que ella había elegido, o simplemente la miraba y sonreía.

—Este libro es genial, si te gusta la historia antigua —dijo él un día, inclinándose hacia ella mientras le alcanzaba un tomo—. Te va a encantar.
—Gracias… —respondió Sofía, con una sonrisa tímida—. Parece interesante.
—Wow, tu sonrisa —añadió Luciano con un guiño—. Digo, tu risa es contagiosa.

Sofía rió suavemente, ruborizándose. En esos momentos, todo lo demás desaparecía: la biblioteca, la multitud, incluso sus propias inseguridades. Solo existían ellos, compartiendo un espacio donde podía sentirse cómoda, divertida y, sobre todo, menos sola en aquel pueblo que aún le resultaba extraño.

Fue en una de esas charlas cuando Luciano, algo avergonzado, le confesó:
—Soy un desastre en Historia… y el profe ya me tiene entre ceja y ceja. ¿Crees que podrías ayudarme a mejorar un poco?

Sofía lo miró sorprendida, pero asintió con suavidad.
—Claro. Si quieres, podemos repasar después de clase.

Y así comenzaron las tutorías. A veces se quedaban en la biblioteca, otras en el patio del instituto, y algún que otro día incluso en la cafetería, con cafés de por medio. Luciano escuchaba atento, aunque se distraía cada vez que Sofía se inclinaba hacia sus apuntes o le sonreía explicando algún dato curioso.

—¿Así que Julio César fue asesinado por su mejor amigo? —preguntó Luciano una tarde, fingiendo sorpresa.
—Bueno, no exactamente su mejor amigo… —rió Sofía—. Pero sí alguien de su confianza.
—Genial. Entonces, si un día fallo en el examen, ya sé a quién culpar: a mi “Bruto particular”.
Sofía le lanzó una mirada divertida y negó con la cabeza.
—Concéntrate, Romano.

Aunque sus reuniones eran para estudiar, siempre terminaban entre risas, chistes y pequeñas distracciones. A veces sus manos se rozaban cuando ella le señalaba una línea en el libro, y el aire se llenaba de una tensión que ninguno de los dos quería romper.

Laura y Nuria, conscientes del cambio en su amiga, comentaban entre ellas con entusiasmo:
—¡Sofi está feliz! —decía Laura—. Y no es solo por estar con nosotras…
—Sí —añadía Nuria—. Se nota que le gusta Luciano.

Sofía, aunque trataba de disimularlo, no podía negar lo evidente: cada mirada, cada gesto, cada tutoría improvisada la hacía sentir especial. Y aunque su vida en el pueblo aún estaba en proceso de adaptación, sentía que con Luciano y sus nuevas amigas estaba empezando a encontrar su lugar.

Una tarde, al salir de la biblioteca tras una sesión de estudio, Sofía decidió dar un pequeño paseo antes de volver a casa. Al pasar por el polideportivo, vio a Luciano recogiendo balones. Estaba terminando el entrenamiento y, distraído durante la sesión, ahora le tocaba ordenar todo.

—Hola… ¿quieres que te ayude? —preguntó, acercándose con una sonrisa.
—¡Eh… hola! —dijo Luciano, sorprendido pero encantado—. Sí, claro, gracias. No es obligatorio, pero se agradece la compañía.

Mientras guardaban los balones juntos, Luciano tuvo una idea: enseñarle a encestar.

—Oye… ¿quieres que te enseñe a encestar? —preguntó, señalando la canasta.
—¿Yo? —rió Sofía—. No creo que salga bien.
—Confía en mí —dijo él con una sonrisa—. Solo sigue mis indicaciones.

Se puso detrás de ella para guiarle los movimientos, ajustando sus manos a las de Sofía mientras le enseñaba a lanzar. La diferencia de altura entre ellos era abrumadora: ella apenas le llegaba al pecho y él podía sentir su perfume cada vez que se inclinaba un poco hacia ella.

—Ahora, suelta el balón así —dijo Luciano, colocando suavemente sus manos sobre las de Sofía—. Así, más relajada…

El contacto fue suficiente para que ambos sintieran una electricidad instantánea: un cosquilleo que subía por los brazos y hacía que Sofía se sonrojara. Por un instante, todo lo demás desapareció.

—¡Perfecto! —exclamó Luciano cuando lanzó el balón con éxito—. Lo estás haciendo genial.
Sofía sonrió, con un poco de nervios y diversión mezclados:
—Vaya… nunca pensé que encestaría… y menos así.
—Todo es cuestión de práctica —respondió él, divertido—. Y tal vez un poco de ayuda extra —añadió, con un guiño mientras retiraba las manos suavemente, aunque ambos seguían sintiendo la cercanía.

Ese momento casual, lleno de risas y enseñanzas, los acercó más que cualquier conversación. Sofía comprendió que, aunque el pueblo le resultara extraño, momentos como ese hacían que empezara a sentirse parte de él… y que Luciano tenía el poder de volver cada instante especial.

Luciano recogió el balón tras el enceste y se lo devolvió con una sonrisa traviesa.
—¿Otra vez? —preguntó.
—Está bien… pero no prometo nada —rió Sofía, divertida, mientras lo tomaba entre sus manos.

Él volvió a colocarse detrás de ella, corrigiendo su postura con calma. Sus dedos rozaban los de ella al acomodar el balón, y Sofía no pudo evitar reírse nerviosa, girándose apenas para mirarlo. Fue un movimiento mínimo, pero suficiente para que quedaran a un centímetro de distancia.




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