El número 25

Capítulo 12

Desde aquella tarde en el polideportivo, algo se quebró de manera silenciosa. Al día siguiente, Sofía esperó en la biblioteca con los apuntes abiertos, convencida de que Luciano llegaría como siempre, con esa sonrisa ligera y la excusa de que necesitaba su ayuda para entender algún tema de historia.

Pero no apareció.

Pensó que quizás se había retrasado en el entrenamiento. Volvió a mirar el reloj, a revisar el móvil. Nada. Media hora después, guardó los cuadernos con un nudo en el estómago.

Los días siguientes fueron iguales. Luciano dejó de ir a las tutorías. Los mensajes que antes llegaban a cualquier hora —un chiste, una pregunta, un “te veo mañana”— se apagaron de golpe. La pantalla del móvil permanecía muda, como si nunca hubieran existido esos momentos compartidos.

Sofía no entendía nada. Repasaba en su cabeza cada detalle: ¿habría hecho o dicho algo que lo incomodara? ¿Se habría cansado tan rápido como Carmela había insinuado en el vestuario? Esa idea le dolía más de lo que quería admitir.

Mientras tanto, Luciano vivía atrapado en una contradicción que lo desgastaba por dentro. En los entrenamientos se repetía a sí mismo que no debía complicarse, que ese era su año decisivo. Pasar el curso, sacar adelante al equipo, ganar la beca deportiva. Solo eso. No podía distraerse con nada más.

Y, sin embargo, cada vez que pensaba en Sofía, le ardía el pecho. Recordaba su risa suave, el modo en que lo miraba cuando le explicaba un tema, como si realmente creyera que él podía aprender. Eso lo hacía sentirse distinto… más real.

Pero la presión de su grupo pesaba más. “No es de las nuestras”, “te vas a complicar la vida”, “no encaja contigo”… Cada frase, repetida una y otra vez, terminó por incrustarse en su mente. Al fin y al cabo, ellos lo conocían bien, eran sus amigos desde siempre. Y si todos veían lo mismo, ¿no sería cierto?

Así, con los días, Luciano levantó un muro. No respondió mensajes. No volvió a la biblioteca. Y aunque su corazón lo empujaba en dirección a Sofía, su cabeza lo obligaba a girar hacia otro lado.

Sofía, desde su silencio, lo notaba cada vez más lejano. Y aunque intentaba convencerse de que no debía dolerle tanto, la herida crecía. Porque en el fondo, lo que más lastimaba no era que Luciano se apartara… sino que lo hiciera sin dar ninguna explicación.

Luciano había empezado a vivir con una contradicción que lo desgastaba minuto a minuto.

La veía pasar por el pasillo con el cabello recogido a la ligera, con los libros abrazados contra el pecho, y todo su cuerpo le pedía cruzar los pocos metros que los separaban. Quería detenerla, preguntarle cómo estaba, sentarse a su lado en la biblioteca y fingir que solo necesitaba ayuda con un par de fechas históricas para volver a escuchar su voz.

Pero no lo hacía.

Se quedaba quieto, tragándose el impulso, forzando una risa con los suyos o fingiendo que buscaba algo en el móvil. Era más fácil aparentar indiferencia que exponerse a las preguntas de sus amigos o al peso de sus expectativas.

Cada vez que se marchaba sin hablarle, sentía un vacío raro, como si estuviera traicionándose a sí mismo. Sofía se había vuelto un recuerdo constante, una presencia silenciosa que lo acompañaba incluso cuando intentaba concentrarse en los entrenamientos.

“Déjalo, Romano —se repetía—. Concéntrate en lo que importa. El equipo, la beca, tu futuro. No hay lugar para complicaciones.”

Pero al mismo tiempo, cada vez que pensaba en su risa o en cómo lo miraba cuando le explicaba algo, sentía que estaba renunciando a lo único verdadero que había tenido en mucho tiempo.

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Sofía, por su parte, no entendía nada.

Al principio pensó que Luciano estaría ocupado, que habría tenido una semana complicada. Pero los días pasaban, y no había mensajes, ni tutorías, ni esos pequeños gestos de complicidad que la habían hecho sentirse especial.

Intentaba convencerse de que no debía darle tanta importancia, que él no le debía nada. Pero la herida se abría igual. Porque lo que más le dolía no era su ausencia, sino la forma en que, cuando coincidían en un pasillo, él apenas la saludaba con un gesto seco, como si lo suyo nunca hubiera existido.

Una parte de ella empezaba a creer que Carmela tenía razón. Que Luciano se cansaba rápido. Que solo había sido un entretenimiento pasajero.

Y entonces regresaban los fantasmas del pasado. Las palabras de su ex, pronunciadas con desprecio, volvían a repicarle en la memoria: “Eres aburrida, Sofía. Insulsa. Nadie se queda mucho tiempo contigo.”

Se abrazaba a sus libros como si fueran un escudo y trataba de sonreír frente a Laura y Nuria, pero por dentro sentía cómo la seguridad que había empezado a construir con esfuerzo se desmoronaba otra vez.

Por más que intentara fingir indiferencia, cada vez que lo veía reír rodeado de los demás, la misma pregunta le taladraba el corazón:

¿Qué tiene ella de malo para que otra vez no la elijan?

La última hora de clase se hizo eterna. Cuando por fin sonó el timbre, Sofía recogió sus cosas con calma, esperando a que la mayoría saliera antes de dirigirse a su taquilla. El pasillo estaba lleno de ecos de risas, pasos y voces que subían y bajaban como un rumor constante.

Ella estaba agachada, acomodando los libros, cuando escuchó un grupo de voces femeninas a pocos metros. Reconoció de inmediato el tono de Carmela: bajo, meloso y venenoso al mismo tiempo.

—De verdad, no entiendo qué le puede ver —susurró, aunque lo suficientemente fuerte para que cualquiera cerca lo oyera.

Una de sus amigas rió quedo.—Si es que no tiene nada… ni estilo, ni gracia. Siempre con esas ropitas aburridas.

—Y callada —añadió la otra, conteniendo la risa—. Parece un fantasma en los pasillos, nadie se entera de que está.

Sofía tragó saliva, sintiendo el calor subirle por el cuello.

—Luciano se aburrirá en dos días —continuó Carmela, fingiendo lástima—. Si es que ya lo está. No lo ves en la biblioteca como antes, ¿no? Seguro que ya se dio cuenta de que no merece la pena.




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