El número 25

Capítulo 17

La mañana del lunes, el instituto parecía el mismo de siempre: pasillos llenos de risas, mochilas golpeando contra los bancos, el bullicio del timbre que marcaba el inicio de las clases. Pero para Sofía y Luciano nada estaba igual.

Ella entró con Laura y Nuria, intentando aparentar normalidad. Sin embargo, cada vez que recordaba la forma en que sus labios se habían buscado la noche del partido, un calor le recorría el cuerpo y le costaba concentrarse en lo que sus amigas decían.

Luciano, por su parte, llegó acompañado de su grupo. Rió a carcajadas con un comentario de Marcos, pero por dentro sentía un nudo. Apenas vio a Sofía cruzando el pasillo, todo lo demás se desdibujó. Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no quedarse mirándola descaradamente.

El problema era ese: los chicos lo conocían demasiado bien. Si lo notaban, empezarían con las bromas, las preguntas, las advertencias. Y no quería darle a nadie esa ventaja. Tenía la beca, el equipo y todo un año decisivo por delante. Pero al mismo tiempo… ¿cómo podía ignorar lo que sentía?

Cuando se cruzaron por primera vez en el pasillo, Sofía bajó la mirada apenas, como si temiera que todos pudieran leer en su cara lo que había pasado la noche anterior. Luciano, en cambio, le sostuvo los ojos un segundo más de lo necesario. Fue solo un instante, pero bastó para que ambos sintieran esa electricidad que los unía.

Laura lo notó enseguida y le dio un codazo a Sofía.
—Ese chico te mira diferente.

Sofía sonrió tímidamente, sin responder.

En la otra punta del pasillo, Carmela observaba la escena con atención. Su instinto nunca fallaba: algo había entre Romano y la nueva. Y no estaba dispuesta a permitirlo tan fácilmente.

El timbre del recreo sonó como un respiro general. Los pasillos se llenaron de voces, pasos apresurados y el aroma a sándwiches que escapaban de las mochilas. Sofía caminaba con Laura y Nuria, pero apenas escuchaba lo que decían. Su mente estaba atrapada en la tensión que la recorría desde que había entrado al instituto.

De pronto, sintió una mano rozar la suya entre la multitud. Se estremeció. Cuando giró, Luciano estaba ahí, mirándola con esa intensidad que la dejaba sin aire.

—Ven conmigo —murmuró él, apenas audible.

Antes de que pudiera responder, Luciano la tomó suavemente de la muñeca y la guió entre el gentío. Pasaron frente a un par de clases cerradas, hasta que empujó la puerta de un aula vacía y la dejó entrar primero. Cerró tras ellos, y de golpe, el bullicio del pasillo quedó atrás.

Sofía lo miraba, con el corazón desbocado.
—Luciano… ¿qué haces? —susurró, aunque en su voz no había reproche, sino expectación.

Él se acercó, todavía con la respiración acelerada, como si acabara de tomar una decisión que llevaba días resistiendo.
—No aguanto más. Paso todo el día haciendo como si nada, como si no me importaras… y la verdad es que no puedo.

La confesión lo dejó a un paso de ella. Sofía sintió el calor de su cuerpo antes de que él siquiera la tocara. Se mordió el labio, nerviosa, pero sus ojos lo decían todo: también lo había estado esperando.

Luciano levantó la mano y le apartó un mechón de pelo del rostro. Esa sola caricia fue suficiente para quebrar la distancia. La besó. Primero despacio, como si temiera asustarla. Después más intenso, más arrebatado, hasta que Sofía se aferró a su camiseta y él la sostuvo de la cintura, como si no existiera nada más en el mundo.

Cuando se separaron, sus frentes quedaron juntas, compartiendo el mismo aliento.
—Tenía que hacerlo —dijo Luciano, con una media sonrisa—. Si no, me volvía loco.

Sofía sonrió, aún temblando.
—Yo también lo quería.

El timbre del final del recreo los sobresaltó. Se miraron con complicidad, sabiendo que debían salir y fingir que nada había pasado. Salieron del aula por separado, intentando disimular, aunque las mejillas encendidas de Sofía y la sonrisa apenas contenida de Luciano podían delatarlos a cualquiera que los mirara con atención.

Y alguien lo hizo.

Carmela, recostada contra una taquilla con sus inseparables amigas, alzó una ceja. Los observó salir del mismo pasillo con segundos de diferencia. Luciano pasó primero, serio, mirando al frente. Sofía lo hizo después, con la cabeza gacha y un brillo extraño en los ojos. Para cualquiera sería una coincidencia. Para Carmela, no.

—¿Lo has visto? —susurró a una de sus amigas, sin perder detalle.
—Sí… muy raro —respondió la otra, divertida.
Carmela entrecerró los ojos, con una sonrisa calculada.—Lo sabía. Algo esconden.

Ese día, Sofía no lo notó. Para ella, la jornada había sido una burbuja de felicidad. Pero Carmela ya había puesto en marcha su plan silencioso: observar, esperar, y estar lista para el momento exacto en que pudiera desenmascararlos frente a todos.

Esa tarde, Sofía estaba en su mesa habitual de la biblioteca, rodeada de apuntes y con un libro de historia abierto. Se había propuesto avanzar sola, tratando de mantener la mente ocupada después de la intensidad del recreo.

Pero entonces, una sombra se proyectó sobre la mesa. Levantó la vista y ahí estaba él, con su sonrisa ladeada y un cuaderno en la mano.

—Eh… —dijo Luciano, como si buscara sonar casual—. Creo que necesito otra tutoría. La última vez explicaste bien lo de la Guerra de Secesión, pero… ya sabes, soy de memoria corta.

Sofía soltó una risa suave, negando con la cabeza.—Luciano, te lo expliqué dos veces.
—¿Y? —se encogió de hombros, inclinándose un poco hacia ella—. No me vendría mal una tercera… contigo.

El corazón de Sofía dio un vuelco. Fingiendo indiferencia, movió sus apuntes para hacerle espacio a su lado.—Está bien, pero solo porque quiero que mejores la nota.

Luciano se sentó, demasiado cerca, tanto que podía sentir su perfume mezclándose con el olor a papel. Abrió su cuaderno, aunque apenas miraba las páginas: sus ojos iban una y otra vez hacia ella, como si no pudiera evitarlo.




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