El número 25

Capítulo 16

La fiesta seguía con la música a todo volumen, las risas y los juegos que parecían no tener fin. Pero Luciano apenas escuchaba nada. Desde aquel beso en el cuarto, el ruido a su alrededor era como un eco lejano.

Estaba rodeado de sus amigos, todos con una bebida en la mano, comentando jugadas del partido y haciendo bromas de mal gusto sobre el “7 minutos en el cielo”.

—Tío, te has lucido —rió Marcos, dándole un codazo—. ¿Qué tal estuvo?

Luciano forzó una carcajada.
—Ya sabes, un juego es un juego.

—¿Seguro? —preguntó otro, arqueando las cejas—. Porque a mí no me engañas, Romano. Estás coladito.

Las carcajadas estallaron alrededor, pero Luciano no podía reírse de verdad. Fingía, como siempre, manteniendo el papel del chico confiado, popular, inquebrantable. Por dentro, sin embargo, estaba dividido en dos.

La voz de sus amigos resonaba en su cabeza: “Sofía no es de nuestro grupo… te vas a complicar por alguien que no encaja… tú tienes que estar por encima de eso.”
Tenían razón. Ese año debía concentrarse en el equipo, en las notas, en la beca. Nada de distracciones.

Pero entonces, como si el mundo se detuviera un instante, vio a Sofía.

Estaba despidiéndose de Laura y Nuria en la puerta del polideportivo, el abrigo sobre los hombros, el cabello cayéndole suave sobre la cara. Algo en su forma de mirar hacia atrás, como buscando entre la multitud, le apretó el pecho a Luciano.

En ese segundo, la balanza se inclinó.

Dejó a sus amigos atrás sin dar explicaciones y salió al frío de la noche. El aire fresco le golpeó el rostro justo cuando alcanzaba a Sofía en la vereda.

—Sofía… —la llamó, con la voz más baja de lo que había planeado.

Ella se giró, sorprendida. La luz de la calle iluminaba sus ojos oscuros, y Luciano sintió que todo lo que quería decirle se agolpaba en su garganta.

Se pasó una mano nerviosa por el pelo y, al fin, preguntó:
—¿Puedo acompañarte a casa?

Por un instante, Sofía se quedó quieta, midiendo sus palabras. Luego asintió con un gesto tímido.

Caminaron juntos bajo las farolas encendidas, con el murmullo lejano de la fiesta perdiéndose detrás de ellos. Cada paso alejaba a Luciano un poco más de lo que sus amigos esperaban de él… y lo acercaba, irremediablemente, a lo que de verdad sentía.

La calle estaba tranquila, apenas iluminada por las farolas que proyectaban sombras alargadas sobre la vereda. Luciano y Sofía caminaron en silencio al principio, cada uno con la mente todavía atrapada en el beso que habían compartido minutos antes en aquel cuarto.

Fue Sofía quien rompió el hielo.
—Oye… ¿cómo estás del golpe? —preguntó de pronto, mirándolo de reojo—. El del partido.

Luciano se llevó instintivamente la mano al costado, justo donde había recibido aquel choque.
—Un poco dolorido, pero nada grave. —Le regaló una sonrisa ladeada—Ya estoy acostumbrado —dijo él, casi en un susurro.

—Me imagino.

Las palabras cayeron entre ellos como una confesión. Sofía no contestó, pero la manera en que apretó los labios y apartó la vista bastó para que Luciano supiera que también lo sentía.

Caminaron unos pasos más, hablando de todo y de nada: de lo exigente que era el profesor de historia, de lo mucho que Laura y Nuria insistían en que Sofía debía salir más, de cómo Luciano odiaba las entrevistas que siempre le hacían antes de los partidos. La conversación fluía ligera, como si de pronto se hubieran conocido desde siempre.

Hasta que sus manos se rozaron.

Fue apenas un instante, un contacto accidental… pero Luciano no lo dejó escapar. Con un gesto decidido, entrelazó sus dedos con los de Sofía. Ella levantó la mirada, sorprendida, y él le sostuvo la vista con firmeza, como diciéndole sin palabras que ya no quería seguir escondiendo lo que sentía.

Avanzaron así, de la mano, con el corazón latiendo desbocado en cada paso, hasta que llegaron frente a la casa de Sofía. Ella se detuvo, insegura, y lo miró como si no quisiera que la noche terminara.

Luciano respiró hondo, inclinándose apenas hacia ella.
—No quiero despedirme todavía… —confesó, con voz ronca—. ¿Puedo… puedo besarte otra vez?

Sofía no respondió con palabras. Solo asintió despacio, con los ojos brillando bajo la luz tenue de la calle. Y entonces él se inclinó, despacio, esta vez sin juegos ni testigos, para besarla con la calma y la certeza de que ese momento era solo suyo.

Luciano la miró con una mezcla de ansiedad y deseo contenido. Sofía asintió, apenas un movimiento con la cabeza, y en ese gesto él encontró todo el permiso que necesitaba.

Al principio, el beso fue suave, tímido, como si temiera romper la magia con un movimiento brusco. Los labios de Luciano rozaron los de Sofía con delicadeza, acariciándolos, probando despacio. Sofía respondió con la misma ternura, entregándose de a poco, sintiendo cómo el corazón le latía con fuerza en el pecho.

Pero la dulzura duró apenas unos segundos. Como si ambos hubieran estado conteniendo algo durante demasiado tiempo, el beso se volvió más profundo, más intenso. Luciano la atrajo un poco más hacia él, sus dedos todavía entrelazados con los de Sofía, y la apretó contra su pecho. Ella, sorprendida por la intensidad, no retrocedió: se dejó llevar, sintiendo cómo el calor la recorría entera.

Sus labios se buscaron con hambre, entrelazando respiraciones, acelerados, arrebatados. Ya no había dudas ni miedos, solo la urgencia de ese instante, la necesidad de besarse como si el mundo pudiera desvanecerse alrededor.

Cuando al fin se separaron, respiraban agitados, las frentes casi pegadas y las manos aún firmemente unidas.

—Sofi… —murmuró Luciano, con la voz baja, cargada de emoción—. No quiero que esto se acabe.

Ella lo miró, con las mejillas encendidas y los labios todavía temblando por el beso. Y supo, sin necesidad de decirlo, que sentía exactamente lo mismo.

El tiempo pareció detenerse entre ellos. Se quedaron un largo rato besándose contra la reja de la casa, entre risas suaves, respiraciones entrecortadas y la complicidad de dos que ya no podían fingir indiferencia. Cada vez que Luciano se apartaba apenas, volvía a buscar sus labios como si necesitara confirmarse que Sofía estaba ahí, que era real.




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