Los días siguientes se volvieron una especie de equilibrio inestable para Luciano. Cada mañana, al ponerse la camiseta del equipo, sentía el peso de las expectativas: el entrenador más severo que nunca, los amigos con comentarios cargados de indirectas y la derrota del último partido aún fresca en la memoria.
En los entrenamientos, su cuerpo estaba ahí, pero su cabeza divagaba. Veía a Sofía en cada rincón del instituto: en la biblioteca inclinada sobre un libro, en el pasillo hablando con Laura y Nuria, en el patio con su sonrisa tímida. Y esa imagen lo acompañaba incluso en la cancha, donde debería estar enfocado en jugadas y tiros.
—Romano, ¡concéntrate! —tronó la voz del entrenador durante una práctica—. Si sigues así, ni sueñes con la beca.
Luciano apretó la mandíbula, intentando acallar la rabia y la culpa. No quería fallar, ni al equipo ni a sí mismo. Pero tampoco podía negar lo que Sofía le hacía sentir.
En el vestuario, los murmullos no tardaron en empezar.
—Está claro que algo le pasa —dijo Marcos, secándose el sudor con una toalla—. No es el mismo de antes.
Otro compañero, Raúl, fue más directo, con una sonrisa torcida.—Tal vez necesitamos otro capitán. Uno que no esté distraído por… ya sabéis.
El silencio se extendió unos segundos. Algunos bajaron la mirada, otros bufaron con incomodidad.
—No digas tonterías —saltó Adrián, el más cercano a Luciano—. Romano es el mejor que tenemos. Todos podemos tener un mal partido.
Raúl se encogió de hombros, como si no le importara, pero la chispa ya estaba encendida. Luciano lo escuchó desde su banco, apretando los puños. Sabía que Raúl le tenía envidia desde hacía tiempo, que esperaba el mínimo error para hundirlo.
Sin embargo, lo que más le dolía no eran las palabras de Raúl, sino el hecho de que, en el fondo, algo de razón tenía: se estaba distrayendo. Sofía ocupaba demasiado espacio en su mente. Y aunque la adoraba, aunque cada beso robado en un aula vacía le devolvía la vida, también sabía que el precio empezaba a subir.
Esa tarde, cuando terminó el entrenamiento, Luciano no se fue con los demás. Fingió que tenía que recoger cosas en la cancha, pero en realidad esperaba que el gimnasio quedara vacío. Una vez solo, se dejó caer en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared y la respiración pesada.
No podía evitar pensar en ella. En el modo en que lo miraba cuando él entrelazaba sus dedos con los suyos. En cómo lo hacía sentir distinto, libre de esa presión constante.
Pero también en la voz del entrenador resonando en su cabeza: “Ni sueñes con la beca”.
Luciano se pasó las manos por el pelo, frustrado. Estaba en una encrucijada: el equipo y su futuro por un lado, Sofía y ese torbellino de emociones por el otro.
Esa noche, sin embargo, no pudo resistirse.
Esa noche, Luciano estaba tirado en la cama con el celular en la mano. La habitación estaba a oscuras, apenas iluminada por la pantalla. Había entrenado hasta el agotamiento, pero el sueño no llegaba. Tenía la cabeza hecha un lío.
El mensaje que le mandó a Sofía fue casi un impulso:
Luciano: ¿Estás despierta?
No pasaron ni dos minutos cuando apareció la respuesta:
Sofía: Sí. ¿Cómo estás?
Luciano suspiró. Se mordió el labio antes de empezar a escribir, como si estuviera por cruzar una línea invisible.
Luciano: Cansado. Hoy fue un día raro… siento que no estoy dando lo mejor en el equipo.
Sofía: ¿Por lo del partido?
Luciano: Por todo. El entrenador me tiene en la mira, mis amigos me presionan… y si pierdo la beca, todo se va al carajo. Es como si cada vez que fallo un pase, me jugará la vida entera.
Sofía se acomodó en la cama, apretando el celular entre las manos. No estaba acostumbrada a verlo mostrarse tan vulnerable.
Sofía: Debe ser mucho peso para ti. Pero no eres un robot, Lu. No tienes que cargar con todo solo.
Él sonrió al leer ese “Lu”. Nadie lo llamaba así excepto ella.
Luciano: Ojalá mis amigos pensaran como tú. Para ellos solo existe el básquet, las fiestas y mantener la imagen de siempre. Y si me ven diferente… ya sabes lo que pasa.
Sofía leyó la frase dos veces. Entendió enseguida a qué se refería: a lo que estaban viviendo en secreto, a esas miradas cómplices, a los besos a escondidas.
Sofía: ¿Y tú qué piensas? ¿Qué quieres?
Luciano dudó, el pulgar sobre el teclado, hasta que se animó:
Luciano: Quiero a los dos. El equipo, la beca… pero también a ti. Y eso es lo que me tiene dividido. Porque contigo siento cosas que no puedo ignorar.
El corazón de Sofía dio un vuelco. No era una declaración abierta, pero era lo más cercano que había escuchado a una confesión.
Sofía: Yo no quiero ser un problema para ti…
Luciano: No lo eres. Al contrario. Eres lo único que me hace sentir que todo vale la pena. Pero no sé cómo manejarlo sin que se me venga todo encima.
El silencio de unos segundos la hizo dudar, hasta que decidió escribir con el corazón:
Sofía: Entonces… no lo pienses tanto ahora. Una cosa a la vez. Yo estoy acá, aunque sea en secreto.
Luciano apoyó el celular sobre el pecho, cerrando los ojos un instante. Sentía que la presión no desaparecía, pero al menos no estaba solo en medio de todo.
Luciano: Gracias, Sofi. No sabes cuánto necesito leer eso.
Sofía: Lo sé. Ahora descansa. Mañana es otro día.
Antes de despedirse, Luciano escribió un último mensaje:
Luciano: Prométeme algo: pase lo que pase, no me sueltes.
Sofía tardó unos segundos en responder, pero cuando lo hizo, fue con una simple frase que lo dejó sonriendo en la oscuridad:
Sofía: Nunca.
La mañana siguiente, Luciano llegó al instituto con los ojos pesados de no haber dormido bien, pero con el recuerdo de los mensajes de Sofía todavía latiendo en su pecho. Quería verla, aunque fuese un minuto.
En el recreo, se las ingenió para llevarla a un pasillo menos transitado, detrás del gimnasio. Sofía dudó, nerviosa, pero cedió al ver la urgencia en su mirada. Apenas quedaron solos, él le tomó la mano.