El número 25

Capítulo 19

Esa tarde, después de la cafetería, Sofía buscó a Laura y Nuria con urgencia. Las encontró en el patio, charlando animadamente, y se dejó caer en el banco junto a ellas. No dijo nada al principio, solo se abrazó las rodillas, como intentando hacerse más pequeña.

Laura fue la primera en notarlo:
—¿Qué pasa, Sofi? Tienes esa cara de “quiero desaparecer del mapa”.

Sofía sonrió sin ganas.
—Nada… lo de siempre. —Intentó sonar ligera, pero su voz salió apagada.

Nuria la miró fijo, como solo lo hacía cuando quería atravesarla.
—¿Tiene nombre y apellido ese “lo de siempre”?

Sofía bajó la vista y jugueteó con el cordón de su campera. No quería hablar, pero a la vez necesitaba sacarse el peso de encima.
—Solo… a veces siento que por más que intente, nunca voy a encajar.

Laura le pasó un brazo por los hombros con ternura.
—Ey, encajas con nosotras, ¿no?

Sofía asintió despacio. Ese simple gesto le dio un poco de aire.

Esa misma noche, Luciano no podía dormir. Daba vueltas en la cama con el celular en la mano, releyendo los mensajes que no había enviado. Tenía un nudo en el estómago, la imagen de Sofía entrando sola a la cafetería se le repetía una y otra vez.

“¿Por qué no me moví? ¿Por qué la dejé ahí?”, se reprochaba.

El eco de las risas de sus amigos todavía retumbaba en su cabeza, mezclado con la mirada triste de ella. Esa contradicción lo partía en dos: por un lado, el peso de la beca, el equipo, el capitán que debía ser. Por el otro, el sentimiento tan nuevo y tan fuerte que Sofía despertaba en él.

Cerró los ojos, apretando el celular entre las manos. No podía evitarlo: quería escribirle. Quería pedirle perdón. Quería decirle que lo único real era lo que sentía cuando estaban juntos.

Eran casi las dos de la madrugada cuando a Sofía le vibró el celular sobre la mesa de luz. Medio dormida, estiró la mano y entrecerró los ojos para leer. Era un mensaje de Luciano.

> Luciano: “No puedo dormir. Me siento un imbécil por lo que pasó hoy.”

Sofía se incorporó despacio, el corazón acelerado. Dudó unos segundos antes de contestar, pero sus dedos se movieron solos:

> Sofía: “No pasa nada.”

A los pocos segundos, él respondió.

> Luciano: “Sí pasa. Te vi entrar a la cafetería sola y no hice nada. Tendría que haber ido contigo. No quiero que pienses que no me importa, porque lo único que hago todo el día es pensar en ti.”

Sofía leyó esas palabras una y otra vez, con un nudo en la garganta. Finalmente escribió:

> Sofía: “Solo me sentí fuera de lugar. Y no quiero que te compliques por mi culpa.”

La respuesta de Luciano llegó inmediata, como si estuviera esperando con el teléfono en la mano:

> Luciano: “Tú nunca me complicas, Sofi. Al contrario. Eres lo único que me hace sentir que todo vale la pena.”

Ella mordió el borde de la sábana, intentando calmar la sonrisa que se le escapaba.

> Sofía: “Y entonces… ¿por qué siento que cada vez estás más lejos?”

Hubo un silencio largo, tanto que pensó que él se había arrepentido de abrirse. Pero de pronto apareció la notificación:

> Luciano: “Porque tengo miedo. El equipo, la beca, mis amigos… es como si todo me empujara a ser alguien que no soy. Pero cuando estamos solos… no quiero ser nada más. Solo yo.”

Sofía apoyó la cabeza en la almohada, con las lágrimas resbalando de puro alivio.

> Sofía: “Yo también quiero eso.”

Aquella noche los mensajes iban y venían sin parar. Era como si el silencio de la habitación de cada uno les diese permiso para hablar de lo que en persona no se atrevían.

> Luciano: “No puedo seguir guardándome todo. Siento que me estoy rompiendo por dentro.”

Sofía se incorporó en la cama, con el corazón acelerado.

> Sofía: “¿Qué te pasa, Lu?”

Tardó unos segundos, pero su respuesta llegó larga, atropellada.

> Luciano: “Estoy harto de la presión… del entrenador que no deja de repetirme que si no ganamos, la beca se me va al garete. De mis padres, que solo piensan en el baloncesto como si mi vida entera dependiera de eso. Y de mis amigos… que esperan que siempre sea el mismo: el que nunca falla, el que está en todas las fiestas, el que no se despista. Y no puedo. Ya no puedo ser ese todo el tiempo.”

Sofía se mordió el labio, con un nudo en el pecho.

> Sofía: “¿Y conmigo? ¿Cómo eres conmigo?”

> Luciano: “Contigo… soy yo. Sin más. No tengo que hacerme el fuerte, ni el capitán perfecto, ni el hijo modelo. Contigo soy Luciano, el que te hace reir porque dice algo tonto, el que se queda mirándote cuando te concentras estudiando, el que solo piensa en besarte. Y eso me da miedo… porque es lo único que siento que me salva.”

> Sofía: “No quiero que pienses que yo soy otro problema más en tu vida…”

> Luciano: “Sofi, escucha bien: tú no eres un problema. Eres lo único que me hace olvidarme de todos los demás. Si estoy contigo, me da igual el entrenador, la beca o lo que digan los demás. Solo sé que no quiero perderte. Y tengo miedo de que todo lo demás me obligue a hacerlo.”

Ella apretó fuerte el móvil contra el pecho, como si pudiera abrazarlo a través de la pantalla.

> Sofía: “Yo tampoco quiero perderte. Y si tengo que ser tu refugio, lo seré.”

Por primera vez en semanas, Luciano sintió que el peso del mundo se aligeraba un poco. Y Sofía, que había estado convencida de que él se estaba alejando, entendió que en realidad estaba luchando contra un huracán que no sabía cómo parar.

El miércoles amaneció con un aire raro en el instituto. El recreo llenaba el patio de voces, risas y carreras, pero Sofía lo vivía todo con una sensación extraña, entre ilusión y miedo. Desde que había empezado a verse a escondidas con Luciano, sentía que cada día llevaba un secreto que pesaba tanto como la felicidad que le producía.

Laura, Nuria y ella se sentaron en su banco habitual, sacando bocadillos y charlando de cosas sin importancia. No tardó mucho en aparecer Carmela con sus inseparables, pavoneándose como siempre, seguras de ser el centro de atención.




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