Se acercaba un nuevo partido, y la tensión en el instituto se notaba en el aire. Luciano y sus compañeros entrenaban el doble, sudando a mares mientras el entrenador les exigía cada vez más. El último partido había sido un traspiés, y todos estaban decididos a no repetirlo.
Tras dos días sin verse, Luciano decidió enviarle un mensaje a Sofía:
"Oye… ¿puedo pasarme por tu casa después del entrenamiento? Me vendría bien verte."
Sofía leyó el mensaje con una sonrisa, el corazón latiéndole más rápido. Tras un instante de duda, respondió:
"Claro, no hay problema. Allí estaré."
Cuando terminó la última serie de ejercicios, Luciano se duchó y se preparó para salir, con la emoción creciendo por dentro. Caminó hacia la calle con paso rápido, pensando en lo mucho que le apetecía verla.
Luciano llegó frente a la casa de Sofía y se quedó unos segundos contemplando la fachada, con el corazón latiéndole rápido. Respiró hondo y tocó el timbre.
Quien abrió fue su hermanito pequeño, con los ojos muy abiertos y la boca entreabierta.
—¿Eres un gigante? —preguntó, serio y sin parpadear.
Luciano no pudo evitar reír, agachándose un poco para quedar a su altura. —Sí, sí… soy un gigante —dijo entre risas, mientras el niño le golpeaba suavemente el brazo con entusiasmo.
Entre risas, apareció Sofía, con su típica sonrisa tímida que iluminaba todo a su alrededor.
—¡Hola! —saludó—. Veo que ya lo has conocido.
—Sí, y creo que me va a tocar aprender a esquivarle —bromeó Luciano, mirando al niño antes de girarse hacia Sofía.
Sofía rió suavemente y le ofreció la mano para entrar. Los dos caminaron juntos hacia el interior de la casa. La familiaridad del hogar y la cercanía los hizo sentirse más cómodos, aunque ambos sabían que este momento también era especial, secreto y solo para ellos.
Mientras Sofía le ofrecía algo de beber, Luciano no podía quitarle los ojos de encima. Cada gesto de ella, desde cómo movía el pelo hasta la forma en que se inclinaba para poner el vaso sobre la mesa, lo atrapaba completamente.
—Me alegro de verte —susurró Sofía, mientras se sentaba frente a él—. Han sido días… extraños sin verte.
—Lo sé —respondió Luciano, sonriendo—. Y te juro que he estado deseando este momento. —Se inclinó un poco hacia ella, sus manos casi tocándose sobre la mesa.
Sofía se sonrojó ligeramente y bajó la mirada, incapaz de ocultar una sonrisa tímida.
En ese momento apareció la madre de Sofía, radiante y con una sonrisa amable.
—¡Luciano! Qué gusto verte. —Miró a los niños que jugaban alrededor—. Voy a llevarme a tus hermanitos a sus clases de fútbol, ¿vale? Quedaos solos un ratito, pero portaos bien, ¿eh? —dijo, guiñando un ojo a Sofía mientras los niños protestaban y se quejaban juguetonamente.
—Sí, mamá —respondió Sofía, ruborizándose mientras su madre salía con los pequeños.
Luciano no pudo evitar notar cómo el rubor subía a sus mejillas y sonrió divertido. —Vaya… parece que ahora estamos a solas —dijo, inclinándose un poco hacia ella, con un tono bajo y cómplice.
Sofía se rió nerviosa, pero con el corazón latiendo rápido. —Sí… a solas —murmuró, jugueteando con el borde del vaso que sostenía.
—¿Sabes? —dijo Luciano, acercándose lentamente—. Cada vez que estoy contigo, siento que puedo ser yo mismo. Todo lo demás desaparece… los partidos, los entrenamientos, los problemas… solo tú importas.
Sofía levantó la mirada, sus ojos brillando con emoción. —A mí también me pasa —confesó—. Cuando estás cerca… siento que puedo olvidarme de todo.
Se hicieron una pausa, mirándose a los ojos, el silencio cargado de tensión y ternura. Luciano tomó la mano de Sofía con suavidad y entrelazó los dedos.
Se quedaron unos segundos así, disfrutando de la cercanía y de la calidez del otro, antes de que Luciano rozara suavemente su mejilla con la mano.
—¿Puedo besarte? —preguntó, bajando la cabeza con cuidado.
Sofía asintió casi en un suspiro y él la besó, primero lento y suave, lleno de ternura, hasta que el beso se volvió más intenso y arrebatado, con toda la pasión contenida de días de miradas robadas y mensajes secretos.
Cuando se separaron, respirando con dificultad, Sofía se escondió detrás de su cabello, sonrojada, mientras Luciano la miraba con una mezcla de asombro y ternura.
—He preparado unos apuntes de historia para ti —dijo Sofía, con un hilo de voz, mientras jugueteaba nerviosa con el borde de su camiseta—. Así puedes estudiar tranquilo, sin estrés.
—¿De verdad? —preguntó Luciano, sorprendido y sonriendo—. Eres un sol, Sofi.
—Están arriba, en mi cuarto —explicó ella, indicando las escaleras—. Si quieres, los buscamos juntos.
Luciano asintió, y ambos comenzaron a subir. La casa estaba silenciosa, y cada paso que daban les acercaba más. El corazón de Sofía latía rápido, mientras sentía la presencia de Luciano a su lado.
Al entrar en su cuarto, Luciano se detuvo un instante, asombrado. Estantes repletos de libros, cuadernos ordenados y apuntes cuidadosamente archivados cubrían casi todas las paredes.
—Madre mía… tienes más libros que la biblioteca del instituto —dijo él, impresionado.
Sofía se sonrojó levemente y se acercó a él, entregándole los apuntes cuidadosamente preparados.
—Aquí tienes… —murmuró—. Espero que te sirvan.
—Gracias, de verdad —respondió Luciano, tomando los apuntes. Antes de dejarla ir, pasó suavemente una mano por su cintura, atrayéndola hacia él—. Y… gracias por todo.
Luciano se sentó en la cama de Sofía, dejando los apuntes cuidadosamente a un lado. La miró un instante, y luego, con un gesto suave, la atrajo entre sus piernas. Ahora sus rostros quedaban a la misma altura, y la cercanía hizo que ambos contuvieran la respiración por un segundo.
—Así… mejor —susurró él, mientras la abrazaba por la cintura.
Sofía no dudó, rodeándolo con los brazos alrededor del cuello y acercándose más. Sus labios se encontraron con un beso tierno que poco a poco fue ganando intensidad, con pequeñas pausas para mirarse a los ojos, sonreír nerviosos y rozarse con delicadeza.