La cena de esa noche transcurría tranquila. El aroma de la salsa todavía flotaba en el aire y Tomás jugaba con un trozo de pan mientras inventaba historias imposibles. Sofía sonreía, distraída, mientras pinchaba con el tenedor los últimos fideos de su plato.
—Te vemos distinta, Sofi —dijo su papá de pronto, observándola con una media sonrisa—. Más… contenta.
Sofía levantó la vista, sorprendida.
—¿Distinta?
Su mamá asintió, apoyando los codos en la mesa.
—Sí, hija. Se nota que te estás adaptando. Te vemos más cómoda, más alegre… ¿Será que tiene que ver con alguien en especial? —preguntó con un guiño cómplice.
Sofía se sonrojó al instante.
—Mamá… —protestó, escondiendo la cara entre las manos, aunque no podía evitar sonreír.
—¿Luciano, tal vez? —insistió la madre, con tono travieso.
Tomás abrió mucho los ojos.
—¡El gigante! —exclamó, recordando a Luciano en la puerta días atrás.
Todos rieron, y Sofía, aunque muerta de vergüenza, sintió una calidez en el pecho. Bajó las manos y los miró con sinceridad.
—Sí… bueno. Luciano tiene mucho que ver —admitió—. Pero también Nuria y Laura. Ellas me ayudan a sentirme parte de todo, y con él… —hizo una pausa, buscando las palabras— con él es distinto. Me hace sentir especial.
Su mamá sonrió con ternura y su papá le dio un golpecito suave en el hombro.
—Nos alegra mucho verte así, hija —dijo él—. La adaptación nunca es fácil, pero si tienes amigos de verdad y alguien que te acompañe, todo se hace más llevadero.
Sofía asintió, con los ojos brillantes.
—Gracias. En serio. A veces tengo miedo de que todo cambie, pero ahora mismo… estoy feliz.
—Y eso es lo más importante —respondió su mamá, acercándose para besarle la frente—. Que seas feliz.
Sofía sonrió, sintiéndose por primera vez en mucho tiempo realmente en casa.
El domingo era tranquilo en casa. El aire olía a césped recién cortado y a las galletas que la mamá de Sofía había horneado esa mañana. En el jardín, entre dos árboles frondosos, la hamaca que su papá había colgado se movía lentamente con el vaivén suave de Sofía y Luciano.
Sofía apoyaba la cabeza en el hombro de él, mientras sus manos seguían entrelazadas. El silencio no era incómodo: era de esos silencios en los que bastaba con estar juntos.
—Me gusta estar aquí —murmuró Luciano, mirando el cielo que se filtraba entre las hojas—. Se siente… como si nada malo pudiera alcanzarnos.
Sofía sonrió.
—Es mi lugar favorito desde que llegamos. Papá la puso para que Tomás jugara, pero yo siempre termino aquí. Ahora… contigo.
Luciano la miró y, por un instante, pareció dudar. Luego suspiró.
—Sofi, ¿puedo decirte algo?
—Claro.
Él se quedó mirando hacia el suelo, balanceando despacio la hamaca.
—Tengo miedo. —Hizo una pausa, como si buscara las palabras—. De terminar el instituto y… no saber qué hacer con mi vida. Lo único que quiero, de verdad, es jugar al baloncesto. Pero todos dicen que es difícil, que necesito un plan B. Y yo… no lo tengo.
Sofía lo observó con ternura. Estaba acostumbrada a verlo seguro, sonriente, el chico popular que todos admiraban. Pero ahora, frente a ella, se mostraba vulnerable, sincero.
—Entiendo cómo te sientes —dijo suavemente—. Y está bien tener miedo. A mí también me pasa, con todo lo nuevo… el instituto, la gente. Pero ¿sabes qué? —apretó su mano con fuerza—. Creo que si amas algo de verdad, vale la pena intentarlo.
Luciano levantó la mirada hacia ella, como buscando un ancla.
—¿Tú crees?
—Sí. Y yo creo en ti —respondió Sofía, sin titubear.
Un silencio los envolvió. Luciano sonrió, con una mezcla de gratitud y alivio, y acercó su frente a la de Sofía.
—Gracias, Sofi. No sabes cuánto significa para mí escucharlo.
Ella cerró los ojos, disfrutando del calor de su cercanía, y en ese instante el mundo volvió a reducirse a la hamaca, al jardín y al vaivén lento de los dos corazones latiendo al mismo ritmo.
El olor a galletas caseras llenaba la cocina cuando la mamá de Sofía los llamó desde la ventana:
—¡Chicos! ¡Es hora de merendar!
Luciano y Sofía se miraron desde la hamaca, sonriendo, antes de levantarse y caminar de la mano hacia la casa. En la mesa ya estaban sentados Julián, con su celular en la mano, y Tomás, que no paraba de hacer rodar un cochecito sobre el mantel.
—¡El gigante! —gritó Tomás en cuanto Luciano entró, haciendo que todos se rieran.
—Hola, Tomi —respondió Luciano, revolviéndole el pelo cariñosamente antes de sentarse a la mesa.
El papá de Sofía le sirvió un vaso de jugo mientras decía:
—Qué bueno tenerte acá, Luciano. Siempre es lindo que Sofi traiga amigos.
—Gracias, señor —dijo él con respeto, aunque su sonrisa lo delataba—. Para mí es un placer.
Sofía rodó los ojos, entre divertida y avergonzada, mientras su mamá dejaba una bandeja de galletas y un plato de tostadas en el centro.
—Come, Luciano —dijo ella con amabilidad—. Aquí siempre hay lugar para uno más.
Luciano tomó una galleta y la probó con entusiasmo.
—¡Están increíbles! —exclamó, lo que provocó una sonrisa orgullosa en la mamá de Sofía.
—¿Ves? —dijo ella, mirando a su hija con complicidad—. Alguien que sí sabe apreciar mi cocina.
—¡Yo también la aprecio! —protestó Sofía entre risas, aunque sabía que estaba colorada.
Julián levantó la vista de su celular, curioso.
—¿Y tú juegas al básquet, verdad?
Luciano asintió.
—Sí, es lo que más me gusta. Estoy en el equipo del instituto.
—Pues yo soy buenísimo en la Play —bromeó Julián, haciendo que Tomás estallara en carcajadas.
La mesa se llenó de risas y comentarios, entre charlas sobre el instituto, alguna anécdota de Tomás y la complicidad de la mamá con Sofía cada vez que la miraba de reojo.
Sofía, mientras untaba manteca en una tostada, se detuvo un instante a mirar la escena: Luciano conversando con naturalidad con su papá, riéndose con Julián, dejándose abrazar por Tomás… Encajaba tan bien en su mundo que, por un momento, el miedo a los rumores y a la clandestinidad se desvaneció.