Elías, un hombre de setenta y tres años forjado en la rutina, sintió el pánico antes de que su cerebro lo procesara.
Eran las 7:05 a.m. en la Calle del Sauce, y el sol filtraba una luz tibia sobre los tejados de estilo colonial. Elías, de pie en su porche con su taza de café humeante, inició su inspección diaria. La Casa 1, la 2, la 3, la 4, la 5, la 6…
Y entonces, el salto.
Entre la Casa Número 6, propiedad de Sara Robles, y la Casa Número 8, propiedad de la joven archivista Elena Rivas, había una extensión de pasto. Un césped perfecto, recién cortado, que continuaba sin interrupción desde el muro de Sara hasta el seto de Elena. El espacio se había compactado. No había buzón, no había camino de grava, no había ventana de ático.
La Casa 7 se había esfumado.
Elías parpadeó, sintiendo una punzada detrás de sus ojos. No era que el espacio estuviera vacío, era que nunca había existido. El ladrillo rojo de la 6 y el ladrillo rojo de la 8 estaban demasiado cerca, unidos por una línea antinatural, como si alguien hubiera usado la herramienta de "cortar y pegar" en la realidad.
Pero la Casa 7, la de los Soto, era tan real como su propia respiración. Elías recordó al señor Soto, su barbilla puntiaguda y su eterna gorra de béisbol, ayudándole a subir una escalera. Recordó a su esposa, Lucía Soto, dejándole una bandeja de galletas de avena cada Navidad. Recordó el rosal, ese rosal trepador que siempre invadía un poco la acera.
Se le cayó la taza de café. El líquido oscuro se esparció por el cemento, pero Elías no despegó la vista del vacío.
Sara salió de la Casa 6, regadera en mano, tarareando.
—¡Sara! —gritó Elías, la voz áspera—. ¡Mira!
Sara levantó la vista, sonrió con su amabilidad habitual y luego se giró para mirar a la izquierda, hacia la Casa 8.
—¿Qué tiene, Elías? El seto de Elena está un poco alto, ¿no crees?
Elías corrió por el césped, que ahora se sentía ominosamente más largo de lo habitual. Se detuvo justo en la línea donde debía haber estado el porche de los Soto.
—¡No el seto! ¡La Casa 7! ¿Dónde está la Casa 7? ¡La de los Soto!
Sara bajó la regadera y lo miró con auténtica preocupación, la sonrisa borrada.
—Elías, cariño, ¿estás bien? No hay Casa 7 aquí. Nunca la ha habido. Esta calle salta de la 6 a la 8. Siempre ha sido así.
—¡No, mientes! ¡Los Soto! ¡Tú los conocías! ¡Lucía te daba galletas!
—Mira, Elías —Sara se acercó y le puso una mano firme en el brazo—, no sé quiénes son esos Soto, pero después de mi casa está Elena. Y antes de la mía, está la 5. ¿Quieres que llame a Elena para que te traiga el registro de vecinos?
La negación de Sara no era hostil; era sincera. Ella no lo recordaba. Nadie lo hacía.
Elías sintió que se ahogaba en una atmósfera hecha de olvido. Subió a su coche, el viejo Ford, y condujo a la entrada de la calle. El cartel oficial de la ciudad lo confirmó: "Calle del Sauce. Números del 1 al 10". Diez casas. Pero la distancia entre la 6 y la 8 era demasiado corta para una propiedad completa.
Fue a la oficina del Catastro. Los mapas eran claros. El lote después del 6 era el lote 8. No había registro de una parcela 7. En la oficina de la constructora, el plano original mostraba diez casas. Seis en el lado de Elías, cuatro en el lado opuesto. El número 7, simplemente, no estaba en el dibujo.
Regresó a casa al mediodía, agotado. Intentó buscar "Soto, Calle del Sauce" en Internet, pero el algoritmo solo devolvía errores 404. Era como si el espacio de la Casa 7 no solo hubiera desaparecido, sino que también hubiera arrastrado consigo toda su existencia digital y documental.
Se sentó en su salón, sintiéndose cada vez más desconectado de un mundo que se negaba a reconocer lo que era verdad. Era un testigo solitario de un borrado cósmico.
Minutos después, la bocina del cartero sonó. Elías recogió el correo. Facturas, folletos, un periódico… y un sobre. Papel envejecido, color sepia, sin sello, sin remitente, escrito a mano con una caligrafía elegante y anticuada.
Su nombre y dirección eran correctos.
Abrió el sobre, el terror hormigueándole en los dedos. Dentro, había una pequeña hoja de papel. Un solo mensaje, escrito con tinta oscura:
No eres el único que recuerda. Mira tu calle. Lo están haciendo de nuevo.
Elías se precipitó hacia la ventana, el corazón latiéndole dolorosamente contra las costillas. No había nada diferente en la Casa 6 o la 8.
Pero al fondo, mirando hacia la esquina, hacia la Casa Número 10, la de Don Ramón… Elías sintió un escalofrío.
La distancia entre la Casa 9 y lo que solía ser la 10 parecía un poco más ancha. Y el nombre de Don Ramón, el viejo vecino que saludaba con la mano, empezó a sonar extraño, irreal, en la boca de Elías.
El borrado se estaba propagando