2. CAPÍTULO 2
CAPITULO 2: EL PRIMER ATAQUE DE MUCHOS MÁS
Apenas amanecía cuando Sam, con su rebelde melena azabache —heredada del color de su madre, pero los rizos de su padre— corrió hacia la habitación de sus padres. Se lanzó entre ellos con entusiasmo, despertándolos de inmediato con su efusivo abrazo. Apenas eran las seis de la mañana, y ellos debían presentarse a trabajar a las ocho.
—Hola, honey —saludó Elizabeth, besándola con ternura en la frente.
—Buenos días, mi pequeña Sami —agregó Karl, abrazándola con fuerza mientras la acomodaba entre ellos.
—¿Por qué ayer no llegaron a las ocho? —preguntó Sam, extrañada. Sus padres eran fanáticos de la puntualidad y nunca faltaban a la hora de la cena.
—Fue solo un papeleo de última hora, pequeña —respondió Karl con una sonrisa—. Hoy sí llegaremos a tiempo, lo prometo. —y unieron sus dedos meñiques
Tamara ya estaba en pie cuando vio a Sam entrar en la habitación de sus padres. Aliviada, fue a preparar el desayuno. Desde que nació, Sam había seguido una estricta dieta diseñada para mantenerla en óptima salud. Tamara cuidaba de ella como si fuera su propia hija, y esa sobreprotección tenía una razón: no podía tener hijos. Además, como hija de los Rivers, Sam vivía bajo constante presión. Por eso estudiaba en casa y apenas conocía a otras personas, salvo a su primo —el hijo de su tía Susy—, a quien no veía desde hacía más de un año. Él siempre la trató como su hermanita menor, y ella lo extrañaba con el alma.
La familia estaba reunida en la mesa, incluida Tamara, quien, por petición de Karl y Elizabeth, siempre comía con ellos. Pero Sam apenas había tocado su desayuno.
—Sami, come. No estés perdida en el espacio —la reprendió suavemente Elizabeth.
—Ok, mami, ya casi termino —respondió la niña, espabilando. Sentía algo raro, pero no lograba entender qué era. Solo sabía que su instinto le decía que algo estaba por cambiar.
Era domingo. Sam no tenía clases con la señora Morris y, de hecho, acababa de finalizar su etapa de secundaria. A sus siete años, ya estaba lista para especializarse, pero sus padres le habían concedido un mes de descanso. Era el primer domingo libre en mucho tiempo, y ella planeaba aprovecharlo.
—Elizabeth, prometiste que hoy pasarías el día conmigo —dijo Sam con firmeza, usando el nombre de su madre, algo que solo hacía cuando estaba molesta.
—Cariño, quédate con Sam. Yo iré a la empresa —intervino Karl, conciliador.
Elizabeth lo miró con una mezcla de culpa y resignación. Sabía que tenía razón: le debía ese día a su hija, pero también quería estar con él.
Aquel domingo fue maravilloso. Madre e hija vieron películas, jugaron y contaron historias. Tamara las acompañaba, encantada. Por un momento, todo parecía normal. Todo estaba en calma.
Hasta que dejó de estarlo.
Cayó la noche. Elizabeth esperaba a Karl, pero él no llegaba. Eran casi las diez cuando finalmente entró agitado por la puerta. Su rostro —siempre sereno— mostraba preocupación. Minutos después, el timbre sonó. Karl ordenó que dejaran pasar a Blandón Batang. Elizabeth lo vio entrar con el traje arrugado y la mirada crispada.
—Karl, tenemos que hacerlo. El gobierno ha dado la orden. No podemos desobedecer —dijo Blandón sin rodeos.
—¡Ahí también hay humanos, Blandón! No pienso ser parte de una masacre —respondió Karl, indignado.
—A veces los sacrificios son necesarios.
—¡Siempre hay otra salida! Solo hay que buscarla, aunque no sea evidente.
—Déjate de moralismos. Cuando veas a tu familia muerta, te arrepentirás. La mayoría votó a favor de la propuesta real. Y sabes que las órdenes de los reyes son absolutas. Mañana te esperamos en el palacio. Si no vas... estarás fuera de todo.
Se marchó sin decir más. Karl apretó los puños.
—Elizabeth, empaca lo necesario. Se van a la cabaña del sur. Es una orden.
—¿Y tú no vendrás con nosotras? — expreso preocupada, su esposo había sido su primer y único amor hasta que llego Samantha
—No puedo. Si no voy al palacio, vendrán por nosotros. Y si voy... al menos les ganaré algo de tiempo. —Su voz era firme, pero por dentro se derrumbaba tenía miedo, pero más miedo le daba perderlas
Elizabeth lo entendió, aunque el corazón se le rompía. Abandonar a su esposo era una idea insoportable, pero Sam era su prioridad. No podía arriesgarla.
Actuaron con rapidez. En cuestión de minutos, todo estuvo listo. Samantha no entendía bien lo que sucedía, pero había escuchado la conversación. Cooperó, seria, aunque confundida.
—Sami, tienes que ser fuerte —dijo Karl, entregándole una caja con una muñeca. Ella sabía que no era un juguete común: era la IA en la que sus padres habían trabajado durante años.
—Elizabeth, protégela. Protégete tú también. Y... úsala solo si es necesario —dijo Karl, con voz quebrada, intentando sonar firme.
—Lo prometo. La cuidaré con mi vida —susurró Elizabeth antes de abrazarlo y besarlo, con la intensidad de quien sabe que podría ser la última vez.