El Ocaso de Arcadia

2. CAPITULO 3: CENA

CAPITULO 3 CENA

Samantha

Sam regresó tarde a casa. Ian había querido alcanzarla, pero no lo logró. Tenía una reunión familiar. Tal vez fue mejor así.

Entró al apartamento y cerró la puerta tras de sí, dejando el murmullo del mundo afuera. Por primera vez en mucho tiempo, el silencio no le resultaba opresivo. Al contrario: la envolvía como un abrigo cálido.

El apartamento. No era excesivamente grande, ni lujoso en exceso, pero tenía algo infinitamente más valioso: ofrecía intimidad, autonomía y una paz que aún le resultaba extraña. Después de años sobreviviendo en espacios austeros, este pequeño refugio le parecía casi irreal.

El apartamento constaba de una habitación individual, un baño propio, una cocina funcional y una sala pequeña pero bien dispuesta.

Al cruzar el umbral, sus ojos recorrieron cada rincón con una mezcla de reconocimiento y desconfianza. El suelo de mármol claro —crema marfil— reflejaba la tenue luz natural que entraba por la ventana rectangular de la sala, iluminando el espacio con una calidez inesperada. Las paredes, lisas y alternando entre tonos neutros como el gris ártico y el blanco hueso, aportaban serenidad.

La sala se desplegaba con una sobriedad encantadora. Un sofá de tapicería café, y respaldo bajo, dominaba el centro del espacio, acompañado por una mesa de centro de cristal con base metálica, discreta pero firme, y una repisa flotante que esperaba ser ocupada con libros, plantas o recuerdos... cosas que aún no poseía. Parecía invitarla a detenerse, a dejarse caer en él con un suspiro y simplemente estar. No hacer. No esconderse. Solo existir.

La cocina, en el extremo opuesto, era moderna y elegante, revestida con muebles minimalistas de superficie mate en tonos gris antracita. Una pequeña nevera se vislumbraba desapercibida. Tenía estanterías más que suficientes para todo lo que poseía, e incluso para lo que aún no sabía que necesitaba. Una pequeña encimera daba paso a la cafetera que Ian le había regalado —demasiado cara, demasiado bonita— y junto a ella descansaban dos tazas: una para visitas, aunque rara vez las tenía.

El baño, limpio y privado, se sentía como un lujo incomparable. Poder dejar su ropa sin temor, caminar descalza sin sobresaltos, colgar sus toallas donde quisiera... eran placeres sencillos, pero profundamente significativos.

La habitación, a diferencia de su antiguo cubículo en la ASU —que apenas alcanzaba para una litera y un armario compartido— era espaciosa. Una cama de dos plazas, amplia y acogedora, rodeada por el vacío de paredes aún desnudas. El armario moderno contenía lo poco que poseía, pero era suficiente. Una silla junto a la ventana se había convertido en su rincón predilecto: desde allí podía ver un fragmento del cielo entre los edificios. Un retazo del mundo que, aunque pequeño, era suficiente para recordarle que ahora formaba parte de él.

♣………….♣

Había pasado un año desde que Sam se había mudado a su nuevo apartamento, y aunque al principio no estaba segura de que fuera lo que necesitaba, comenzaba a acostumbrarse. Le gustaba la independencia, el silencio por las noches, y sobre todo, los pequeños rituales que empezaba a construir en ese nuevo espacio. Uno de ellos era mirar por la ventana mientras tomaba café por la mañana, observando cómo la ciudad despertaba con sus luces frías y sus drones sobrevolando en patrones calculados.

Ian había comenzado a pasar por ella cada mañana para llevarla al trabajo. Aunque en un principio había insistido en tomar el transporte público —el metro—, pronto descubrió que le gustaba ir con él. Le resultaba cómodo. Además, había algo en su compañía que la hacía sentir extrañamente en calma. Siempre y cuando no condujera como un loco, claro. Las dos veces que llegaron tarde al laboratorio, Ian había pisado el acelerador con la despreocupación de quien domina todas las variables de una ecuación compleja. Sam, por su parte, se aferraba al asiento, murmurando cálculos de velocidad y frenado como si eso pudiera calmarla.

Esa tarde, al cerrar su jornada, Sam se estiró frente a la consola principal del laboratorio. Estaba cansada. Pero el cansancio quedaba eclipsado por una satisfacción nítida.

—Al fin terminamos el diseño del prototipo virtual del Ghostel-01— dijo, sintiendo el orgullo crecer en su pecho—. Representará a la compañía el próximo mes.

Ian, sentado en una silla giratoria unos metros detrás, se levantó con lentitud y caminó hacia ella. Se notaba igual de satisfecho.

—Tienes razón. Quedó impecable. Pero dime algo… ¿cómo lograste que funcionara? Nada parecía compatible con su sistema. ¿Ya pensaste en cómo probarás la fuente de energía real? —preguntó.

Sam tragó saliva, incómoda. No pensaba contarle lo del compuesto S1. Era su secreto, y había trabajado meses en él. Ni siquiera sus superiores sabían los detalles. No lo compartiría, al menos no todavía.

—Por ahora solo en simulaciones —respondió, restándole importancia con un gesto de hombros—. Pero el verdadero desafío será cuando tengamos que probarlo físicamente. Ahí sabremos si todo aguanta bajo condiciones reales.

Ian la miró de lado, arqueando una ceja con desconfianza.

—Sam… puedes confiar en mí.

Ella le sonrió, nerviosa, y desvió la atención hacia los datos que titilaban en la pantalla.




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