2. CAPITULO 7: NUNCA LO OLVIDES
Samantha
El tiempo tenía una forma curiosa de moldear las cosas sin que uno lo notara de inmediato. Samantha, que una vez se había aferrado a sus muros emocionales como una forma de supervivencia, empezaba a descubrir que había cambiado. No era un cambio abrupto ni dramático, sino uno que había madurado en la cotidianidad, en los pequeños momentos compartidos, en los silencios cómplices y las discusiones suaves. Llevaba un año con Ian, y aunque el mundo había murmurado advertencias y sembrado dudas, ella no se había arrepentido ni un solo día.
Ese martes por la tarde, la vista al cielo le hizo notar a Sam que sería un día lluvioso.
Sam maniobraba con determinación el volante del auto que Ian le había estado enseñando a conducir. Sus manos aún estaban un poco tensas sobre el cuero negro del timón, pero había una satisfacción en su mirada que delataba el progreso.
—Has mejorado —comentó Ian, observándola con media sonrisa mientras el auto se disminuía la velocidad para estacionarse frente a la entrada del estacionamiento del edificio donde convivían.
Sam giró con evidente orgullo para mirarlo, pero él frunció los labios y alzó una ceja.
—Mira la carretera —le advirtió en tono preocupado por su estudiante favorita.
—¿Y tú por qué me miras a mí cuando conduces y yo no puedo mirarte a ti? —replicó, alzando una ceja con fingida molestia.
—Porque eres irresistible, y sé que también lo soy, pero igual... ojos al frente, conductora novata.
Sam soltó una carcajada y detuvo el auto con precisión entre las líneas de parqueo. Dio un pequeño grito de triunfo, alzando los brazos por un segundo como si hubiera cruzado una meta invisible.
—¡Lo logré! Al fin conduzco bien —exclamó, con un entusiasmo tan infantil como auténtico.
Ian la miró, sus ojos chispeantes de orgullo y algo más íntimo. Se inclinó levemente hacia ella.
—¿Y mi beso de agradecimiento?
Ella no dudó. Se inclinó también, besándolo con la dulzura que reservaba solo para él.
Había algo diferente en la forma en que Sam lo amaba: era una mezcla de decisión y temor, de entrega y prudencia. Nunca se permitía idealizarlo del todo, pero tampoco podía evitar sentir que, al menos por ahora, Ian era su nuevo hogar.
Incluso el padre de Ian, quien para Sam no le gustaba su relación, parecía haberse resignado o, quizás, aceptado lo evidente: que entre ellos existía algo genuino. Sin embargo, desde hacía unas semanas, Ian ya no era el mismo. Sus silencios eran más prolongados, su mirada se perdía a veces en pensamientos que no compartía, y su tono, aunque aún cariñoso, tenía un peso que antes no estaba.
Esa noche, mientras cenaban en el pequeño comedor del departamento de Ian, Sam decidió tantear el terreno con cautela. Las luces tenues reflejaban sombras suaves sobre la mesa, donde platos sencillos compartían espacio con dos jugos frescos sabor a naranja.
—Sabes... voy a remodelar el departamento —dijo Ian de repente, sin mirarla.
Sam dejó su tenedor a medio camino hacia la boca, procesando sus palabras.
—¿Remodelar? ¿Qué tan drástico será eso?
—Cambiaré los muebles, pintaré, tiraré unas paredes. Quiero que el espacio respire.
Sam se sorprendió, el apartamento de Ian era más grande, y a ella siempre le pareció encantador.
—¿Y dónde te quedarás mientras tanto?
Ian hizo una pausa. Se encogió de hombros.
—No lo he pensado aún.
Hubo un breve silencio. Sam jugó con el borde de su servilleta, insegura. Luego, con un atisbo de impulso, lo dijo:
—Si quieres... puedes quedarte conmigo.
Las palabras salieron antes de que pudiera reflexionar del todo en sus consecuencias. Se mordió el labio, casi arrepintiéndose.
—Lo siento, no debí decir eso tan...
—Acepto —la interrumpió Ian, sonriendo ampliamente, como si hubiera estado esperando que lo dijera.
—¿De verdad? —preguntó ella, entre la sorpresa y el nerviosismo.
—Tranquila. No me vas a comer... aunque puede que yo sí lo haga —agregó, con una mirada cargada de picardía.
Sam rio, bajando la cabeza. El rubor le trepó por el cuello.
La noche continuó con una ligereza extraña, como si ambos supieran que estaban cruzando una nueva línea, un territorio compartido. Aunque solían pasar cada uno en su departamento, esto parecía distinto. Ian la acompañó hasta la puerta de su departamento y, al tomar las llaves que ella le ofreció, fingió torpeza para arrancarle otra risa.
—Mañana traigo mis cosas —dijo, guiñándole un ojo.
A la mañana siguiente, Sam despertó con la luz natural colándose a través de las cortinas de lino blanco. Aún medio dormida, giró en la cama buscando a Dara, su asistente IA, quien solía saludarla apenas se detectaba movimiento en la habitación.
Pero hubo silencio. Un silencio diferente.