El Ocaso de Arcadia

2. CAPITULO 10: LUNA MENGUANTE

2. CAPÍTULO 10

Samantha

Samantha esperaba a Ian en el auto, estaba estacionada en la entrada de la mansión de Ian, jugando con celular ajena a su alrededor. Necesitaba saber si el permiso de vacaciones había sido aprobado. Cuando lo vio acercarse y subirse al coche, su expresión sombría la alarmó.

—Oh no, ¿nos negaron el permiso? —preguntó con tristeza.

Ian se detuvo frente a ella, aparentando pesar.

—Lo siento, amor, pero...

Antes de que pudiera continuar, ella suspiró resignada.

—Sabía que era muy bueno para ser verdad, con la fusión todo esta más ajetreado y el trabajo...

—...pero nos lo aprobaron —terminó Ian, sonriendo.

Samantha le lanzó una mirada indignada antes de estallar en risa. Lo abrazó y lo besó con fuerza.

—¡Tonto! Me asustaste.

—Pero igual es a este tonto al que amas, ¿no? —

—Y lo seguiré haciendo, mientras no me juegues bromas como esa muy seguido.

Ian le robó otro beso, y con ese gesto sellaron el inicio de un descanso que marcaría sus vidas.

♣♣♣

El viaje a la costa fue un soplo de libertad. La costa era parte del territorio de Arcadia, que se encontraba poco regulada. Entre risas, empacar, y conversaciones suaves, el tiempo pareció evaporarse.

Al llegar, Samantha contempló la casa de playa que habían visitado un año atrás. Todo seguía igual: las paredes blancas resplandecían bajo el sol, los ventanales azul marino se abrían al horizonte, y la entrada estaba adornada con las mismas plantas ornamentales. Parecía que el tiempo no había pasado.

Mayra tan atenta como la última vez los recibió alegremente. Su rostro se iluminó al verlos.

—¡Pero míralo! ¡Mi pequeño Ian! —exclamó, estirando las manos para pellizcarle con cariño las mejillas, pequeña costumbre que tenía—. Te veo más alegre y más guapo —agregó con picardía.

Ian esbozó una sonrisa genuina, de esas que pocas personas lograban sacar de él sin esfuerzo.

—Hola, Mayra —saludó, dejando que ella le revolviera el cabello como cuando era niño.

Sam la observaba divertida desde un costado, con los brazos cruzados y el corazón un poco más ligero. Había algo en ese lugar —y en esa mujer— que le daba la sensación de estar en casa.

—Pasen, pasen. Les tengo ya la habitación lista y les dejé fruta fresca en la cocina. ¡Aquí vienen a descansar, no a trabajar! —les recordó Mayra mientras los guiaba hacia adentro.

Había sido notificada por Ian hace unas horas, y rápidamente organizó todo, consiguió la fruta favorita de Ian, aunque no estaban en temporada.

Decidieron que esta vez compartirían cuarto, dejando el otro cuarto que había sido preparado vacío. Mayra suspiró y agregó pícaramente un “Debí suponerlo”

Una vez instalados, Sam abrió la ventana para dejar que entrara el sonido del mar, que la había maravillada la última vez.

Sam se le acercó a Ian por detrás, lo abrazó suavemente por la cintura y apoyó el mentón en su hombro.

—Amor... nos vamos a divertir, ¿sí? —dijo con voz baja, cálida, como una promesa. Quería tranquilidad.

Ian se giró hacia ella, dispuesto a responder, pero justo en ese momento su teléfono comenzó a sonar. Vibraba insistentemente sobre la cómoda, como un recordatorio de que el mundo real aún los esperaba afuera.

Sam lo miró un segundo, luego alzó una ceja.

—¿Qué tal si apagamos los celulares... y nos olvidamos de todo por un rato? —propuso con una sonrisa traviesa, pero sincera—. Solo tú y yo. Nada más.

Ian la miró unos segundos. Luego asintió en silencio y tomó su móvil. Con un simple gesto, apagó la pantalla y lo dejó boca abajo.

—Tienes razón —respondió, y en ese momento, lo dijo con absoluta convicción.

Sam hizo lo mismo con el suyo. Entonces se tomaron de las manos, sin decir más, y salieron al balcón. Afuera, el sol caía lento sobre el horizonte, tiñendo el cielo de naranja y oro. Por primera vez en mucho tiempo, Ian sintió que el mundo parecía detenerse... solo para ellos.

Esa noche, la luna menguante, bañaba apenas el mar. Las olas rompían suavemente contra la orilla y el viento se encontraba calmado. El cielo, despejado y salpicado de estrellas adornaban a la luna, parecía un hermoso lienzo.

—Sam, ¿ya estás lista para ir a dar una vuelta por la playa?

Ella lo tomó del brazo alegremente.

—Claro. Vamos.

Caminaron descalzos por la arena húmeda, sintiendo el leve frescor en los pies mientras el murmullo del mar los envolvía. Era una noche calurosa. El mundo parecía haberse reducido a eso: sus pasos, la brisa, las estrellas. Se sentaron a observar el cielo en silencio.

—¿Sabes? —dijo Ian de pronto, rompiendo el silencio con voz serena—. El cielo esta noche… se ve más hermoso de lo normal.

Sam lo miró de reojo mientras miraba el cielo, con una sonrisa que le nacía desde el pecho.




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