El Ocaso de Arcadia

2. CAPITULO 12: El día que nos perdimos

2. CAPITULO 12: El día que nos perdimos

Samantha

Samantha no podía creer lo que acababa de leer, escuchar. Las palabras de Karen aún retumbaban en su cabeza como un eco cruel, distorsionado. Cada una había sido una puñalada, cada pausa, un suspiro de incredulidad.

Tenía que verlo. Tenía que enfrentarlo.

Y por suerte, Karen estaba ahí. Inquebrantable, amorosa. No solo la había consolado, sino que incluso la había ayudado a vestirse, como una hermana mayor guiando a alguien que no sabía cómo seguir adelante.

—Te ves hermosa —le dijo Karen con ternura, admirándola con sus grandes ojos verdes, en los que vibraba una mezcla de tristeza y orgullo.

—Tú también... —respondió Sam con una débil sonrisa. Pero por más que quisiera sonreír, la tristeza se filtraba entre sus palabras como el humo tras una explosión.

—Vamos, falta menos de una hora para la boda —anunció Karen mientras tomaba las llaves del coche con decisión.

Subieron al auto en silencio. Samantha se aferraba a la tela del vestido azul que le ceñía la cintura, como si con eso pudiera evitar que el corazón se le partiera por completo. El camino hacia las afueras de la ciudad parecía interminable, y como si el destino quisiera burlarse de ellas, se toparon con un tráfico terrible.

—No te desesperes, Sam —dijo Karen con suavidad, al ver los ojos de su amiga perderse entre los autos detenidos.

—Estoy intentando… pero no puedo —susurró ella, conteniendo las lágrimas—. No puedo, Karen. ¿Cómo se supone que me calme?

Karen no respondió. Solo asintió en silencio, comprendía que los sentimientos de Sam debían salir a flote de algún modo.

El tráfico no cedía. Los minutos pasaban como agujas lentas clavándose en la piel. Y cuando por fin llegaron… fue tarde.

El altar ya había sido abandonado.

Las puertas de la iglesia estaban abiertas.

La música nupcial se desvanecía.

Y frente a ellas, Ian y Ana descendían por las escalinatas rodeados de flashes y aplausos.

Ian lucía impecable en su traje negro. El cabello peinado con precisión, la mandíbula tensa. Ana, vestida de blanco, irradiaba belleza, aunque Sam no quería reconocerlo. Lucía elegante, pulcra, perfectamente colocada en aquel lugar que nunca debió ocupar. El vestido de la chica era hermoso, una cola que era arrastrada con dos metros, sostenido por pequeños drones dorados.

Sam deseaba estar ahí. A su lado. Sintiéndose elegida. Pero lo único que alcanzó a ver fue el rostro serio de Ian. Que le sonreía de vez en cuando a la novia.

Y entonces, sin siquiera darse cuenta, comenzó a llorar.

—Tranquila… tranquila, no llores —murmuró Karen, abrazándola con torpeza, sabiendo que nada de lo que dijera en ese momento sería suficiente.

El trayecto hasta el lugar de la recepción fue un silencio lleno de espinas.
Sam miraba por la ventana del auto, pero sentía que no veía nada. Apretaba los dientes. Se abrazaba a sí misma. El vestido, que antes se sentía como una armadura, ahora le pesaba como una culpa.

Al llegar al lugar del banquete, se quedó quieta en el auto, incapaz de moverse. La música, los aplausos, los brindis… todo parecía venir de otro mundo.

—Sam —dijo Karen, girándose hacia ella—. Sabes que tienes que hablar con él. No vinimos hasta aquí para quedarnos sentadas.

Samantha no respondió. Mantenía la mirada fija en el parabrisas, como si mirar cualquier otra cosa pudiera romperla. Su voz salió apenas como un susurro:

—¿Para qué...? Ya lo perdí. Ya es tarde. No entiendo por qué vine…

Karen la miró directo a los ojos, con ese tono que pocas veces usaba, firme, sin temblar. Tal vez si ella se hubiera llegado antes, hubieran evitado la boda. Se sentía culpable.

—A ver, Sam. Escúchame. Ya vinimos hasta aquí, ¿de acuerdo? Y tú mereces una explicación. Una verdad, aunque duela. Ian te debe eso, al menos. No importa si ya decidió o no. Tú no viniste a rogar. Viniste a reclamar tu verdad.
Y deja de llorar. Levanta la cabeza. Te han roto el corazón, sí, pero tú sigues aquí.

Samantha parpadeó, sorprendida por la dureza en la voz de su amiga. Karen no hablaba con compasión esta vez. Hablaba con el dolor contenido de quien también sufre, pero elige mantenerse firme por quien ama.

Y en el fondo, Sam sabía que tenía razón.

Él tenía que verla.

Y ella, por dignidad, tenía que hablar.

Respiró hondo. Se secó las lágrimas con la mano temblorosa. Luego asintió, sin palabras, y abrió la puerta.

El momento había llegado.

Al entrar a la recepción, lo primero que sintió fue un nudo en la garganta. Todo estaba impecable. Las mesas, decoradas con elegancia, resplandecían bajo las luces cálidas del salón. Las flores blancas o de colore pasteles —rosas, lirios y peonías— decoraban cada rincón, como si el lugar fuera sacado de un sueño… o de una pesadilla para Sam.

Samantha no podía evitar sentirse fuera de lugar, como si caminara entre una realidad ajena. Cada risa, cada aplauso, era una bofetada invisible.
Ella solo pensaba: Este lugar debí compartirlo con él. No ella.




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