2. CAPÍTULO 13
2. CAPITULO 13: Un brindis por lo que no fue ni será. Parte 1.
Samantha
Habían pasado dos meses desde aquella noche.
Y aunque quisiera mentirse, decir que estaba bien, que había seguido adelante, la verdad era otra. No lo estaba. No podía estarlo. Porque ella sí lo había amado. De una forma intensa, genuina. Como pocas veces en la vida se ama. Y él… él simplemente no.
Desde entonces, Dara se convirtió en su consuelo silencioso, y Karen en su compañía constante. Ambas la sostenían a su modo. Después de la boda, Samantha no pudo pasar ni una noche más en el apartamento que había compartido con Ian. Le producía arcadas cruzar la puerta, mirar los muebles, los rincones, sentir su ausencia resonando como un eco cruel.
Por suerte, Karen tomó el mando. No sabía de dónde sacó tantos amigos ni cómo lo logró, pero en cuestión de horas organizó una mudanza relámpago. Una que parecía casi orquestada por el destino.
El nuevo apartamento era más pequeño, pero acogedor. Lleno de luz. Karen se mudó con ella, sin dudarlo un segundo. Compartían los silencios, las rutinas, los intentos torpes de olvidar. Karen aún no sabía la verdad sobre Dara, y Sam planeaba mantenerlo así.
Para Karen, Dara era una IA doméstica como cualquier otra, simpática, eficiente y con una apariencia encantadora. Sam le había pedido a Dara que modificara su aspecto: menos imponente, más “normal”. Dara aceptó sin reproches, y se presentó como una simple asistente virtual. A Karen le pareció “muy mona”, como dijo entre risas. Y cada vez que Dara trataba de comportarse como una IA común, su esfuerzo por parecer normal rozaba lo ridículo, y eso provocaba en Sam una risa genuina que agradecía más de lo que admitía.
Fue también por Karen que se enteró del traslado de Ian. Él ya no trabajaba en el CIFQT del Norte. Había sido asignado a una compañía anexa “Forja Titanium”, fuera del radar de todos. Su ausencia repentina dolía más de lo que ella permitía mostrar.
Pero si aquello no fuera suficiente, Carlson fue asignado como su compañero. Solo escuchar su nombre le revolvía el estómago. Lo detestaba por ser su amigo, por conocer la verdad y mantenerse al margen. Aunque Karen también era amiga de ambos, su presencia era reconfortante. La de Carlson, en cambio, la irritaba hasta el cansancio. Parecía empeñado en llevarle la contraria en todo. Discutían por cada detalle, como si los dos necesitaran una excusa para desahogar su rabia con alguien.
Carlson sabía la verdad. Sabía todo. Pero se negaba a revelarlo, por lealtad a Ian. Le había prometido que no diría una palabra. Y aunque a veces parecía a punto de hablar, se detenía, tragando las palabras que ardían en su garganta. Sam lo intuía. Y eso lo hacía aún peor. Porque cada silencio era una traición.
♣♣♣
Samantha estaba en su oficina, sumergida entre formularios y expedientes técnicos. Desde que había asumido su nuevo cargo en el área de control de calidad, su rutina se había vuelto meticulosa: revisar que los documentos estuvieran en regla, asegurarse de que los materiales cumplieran cada requisito antes de ingresar a los laboratorios, verificar los sellos, los niveles de pureza, los permisos. Un mundo de detalles que a veces la sofocaban, pero que le servían para mantenerse ocupada. Ya no quería crear nada, ni pensar mucho.
Pero justo cuando pensaba que al menos ese día iba a terminar sin incidentes, un viento inoportuno —o su torpeza— hizo que un buen puñado de papeles se escurriera del borde del escritorio y se desparramara por el suelo como una lluvia de hojas rebeldes.
—Ah, no… otra vez no —murmuró, conteniendo un gruñido mientras se agachaba para recogerlos con torpeza.
Como si el universo estuviera empeñado en arruinarle el día, una voz demasiado conocida interrumpió su silencio:
—¿Otra vez tu torpeza, Rivers? —comentó mientras la ayudaba a recoger.
Samantha no necesitó mirarlo. Ya con solo oírlo sintió cómo la irritación le trepaba por la columna como una descarga eléctrica.
—¿Quién pidió tu ayuda? —espetó sin levantar la vista.
Carlson, con su sonrisa medio burlona y ese aire de suficiencia que parecía llevar pegado a la piel, se agachó a su lado.
—¿Y mi “gracias”? ¿No te enseñaron modales en casa? —replicó con fingida ofensa, alzando una ceja mientras recogía los papeles con parsimonia.
—Yo no te pedí nada —contestó Sam, secamente, arrebatándole uno de los documentos de las manos.
—Qué mala educada resultaste ser… —comentó él, con tono burlón—. Antes eras más simpática. ¿Será que el desamor te volvió ruda?
Le desagradaba ver a Sam en plan de víctima.
—Cállate, imbécil —soltó ella, fulminándolo con la mirada.
Y sin pensarlo dos veces, tomó el manual de aseguramiento de la calidad más cercano y se lo lanzó directo al hombro. Por suerte —o por desgracia— falló por poco, apenas lo rozó.
—¡Auch! ¡Eso sí dolió! —se quejó él, frotándose el brazo con un dramatismo que rozaba lo teatral—. ¿Vas a matarme por ser caballeroso?
—No, por imbécil. Aunque no niego que lo estoy considerando —gruñó, intentando recuperar lo que quedaba de su dignidad entre las hojas desperdigadas.