3. CAPITULO 1.1: Infierno no infernal (Parte 1)
Dylan
Año 3016
El joven corrió con todas sus fuerzas, alejándose de la cueva tan rápido como sus piernas se lo permitían. El aire frío de la región montañosa al sur de Arcadia le cortaba la piel, pero no se detenía.
Saltó entre arbustos, troncos caídos y raíces que parecían querer atraparlo. Se abría paso entre las ramas como un animal en fuga, con el corazón desbocado, a punto de estallar. Pero ellos llegaron antes. Más rápidos. Más preparados.
A lo lejos, entre la bruma, el sonido de los drones vibraba como un enjambre metálico. Los detectores térmicos ya habrían captado su huida.
Habían pensado que aquel rincón remoto, escondido entre niebla y peñascos, estaría fuera del alcance de los reclutadores. Un error. Un error que ahora les costaba la vida.
El silbido de un proyectil le pasó casi por su oído. Otro golpeó una piedra y la hizo añicos. Dylan se lanzó hacia un barranco y rodó entre raíces y piedras, el aire escapándole de los pulmones.
A lo lejos se oían gritos: órdenes breves, voces deformadas por los altavoces de los cascos, botas pesadas rompiendo el silencio del bosque. Lo estaban cazando.
Intentó esconderse entre los árboles, pero las sombras aparecieron desde todas partes. Los reclutadores se movían con precisión inhumana. Vestían de negro. Algunos portaban trajes blindados; los exoesqueletos blancos con líneas negras que subían por la espalda como venas. Eran rápidos, fuertes. Siempre lo eran, programados para no fallar. Les daban ventaja. Siempre la tenían.
En aquella parte del bosque, la neblina era constante, y distinguir rostros resultaba casi imposible. Y sin embargo, no estaba solo. No era el único que huía.
Una mano lo agarró desde un costado derecho. Otra la espalda. Lo derribaron con violencia, clavándole la cara en la tierra. Intentó resistirse, pero sus fuerzas no bastaron. Alcanzó a escuchar su propio jadeo antes de sentir el primer golpe.
—¡Golpéalo ya! —gritó uno con rabia.
—Sí, está dando demasiados problemas —respondió el otro.
Y lo hicieron.
Lo golpearon como si no fuese más que un animal. Como si una estocada pudiera borrar su existencia sin consecuencias. Uno de ellos le asestó un golpe tan brutal en el rostro que todo se volvió negro. Perdió la noción del tiempo, del cuerpo, de sí mismo.
♣♣♣
El murmullo de unas voces que hablaban con descuido lo despertó. Le dolía la cabeza, un dolor sordo que le pesaba detrás de los ojos, pero aun así decidió incorporarse. Se apoyó con dificultad en la pared más cercano y logró mantenerse en pie.
Miró a su alrededor, intentando entender dónde estaba. El lugar era desconocido, extraño. Era una especie de galpón, apenas lograba distinguir la cantidad de personas que se encontraban en aquel lugar. Calculó, con esfuerzo, que allí podrían caber fácilmente más de un centenar de personas. Y ya había varios: hacinados, sucios, confundidos. Como él.
El aire era denso y húmedo. Había un sabor metálico que se pegaba al paladar. Dylan apoyó la espalda en una pared de concreto y respiró despacio, intentando que el mareo no lo derribara.
Cerro los ojos para tranquilizarse. Cuando abrió los ojos nuevamente, lo primero que distinguió fue la sonrisa torcida de un soldado. El hombre se encontraba dentro de una cabina, conversando con otros en un tono nada discreto. Desde su posición, alcanzó a distinguir al menos tres cabinas más, una en cada esquina del galpón, todas ocupadas por soldados que vigilaban atentamente el lugar.
—Eres duro, muchacho. Eso te ayudará—dijo uno de los soldados, al ver que despertó, casi como si lo admirara.
No respondió. No podía. Apenas sentía su cuerpo. Sentía que su cabeza estallaría en cualquier momento. Los soldados siguieron con su conversación.
—Sí que dieron guerra estos idiotas —se burló otro.
—Había más cuevas escondidas de lo que pensábamos —añadió otro, con tono cansado—. Se resistieron bastante.
—La chica de ojos azules... no tuvo tanta suerte —intervino uno con voz sombría—. Esa sí que luchó.
—Una lástima que la mataras —dijo otro.
—Perdón, me mordió. No me contuve —respondió, entre una risa molesta.
—Era bonita, amigo. Te pasaste.
Escucharlos le provocó un nudo en el estómago. No entendía por qué, pero algo se quebró dentro de él. No sabía quién era esa chica… ¿o sí? No podía asegurarlo. Solo sabía que, al oír las palabras “ojos azules”, su corazón se estremeció.
Dejo de prestarles atención la cabeza le dolía. El dolor era intenso, punzante, como si algo dentro de su cráneo latiera con fuerza propia. Cerró los ojos, tratando de descansar. Cuando volvió a abrirlos, vio algo en la cabina que lo dejó inmóvil.
Se sorprendió al ver al joven frente a él. Había algo extraño en su expresión, en la manera en que lo observaba.
Llevó una mano a la cabeza, intentando aclarar sus pensamientos, y el reflejo hizo lo mismo. Giró el rostro, y el otro también. Entonces lo comprendió: aquel joven era él mismo.