El Ocaso de Arcadia

3. CAPITULO 2: Lo que toca aceptar. (Parte 1)

3.1 CAPITULO 2: Lo que toca aceptar. (Parte 1)

Dylan

Dylan todavía no terminaba de acostumbrarse al nuevo ritmo de vida, aunque ya no recordaba cómo era vivir de otro modo. Había algo en esa rutina militar —esa precisión que convertía a los días en copias exactas unos de otros— que había comenzado a metérsele bajo la piel. Lo odiaba. Pero también lo necesitaba.

Tal vez era eso lo que significaba aceptar.

Su escuadrón, el décimo, era el último de los diez que formaban la Compañía A. Cien reclutas despojados de pasado, de nombre, de historia. Cien cuerpos uniformes, numerados, adiestrados para obedecer, seleccionados como si fuesen piezas intercambiables de un sistema impersonal y cruel.

Dylan era A–015. Un número. Un engranaje más del sistema.

Pero entre los números había una que resistía serlo. Julieta.

Había sido asignada a su mismo escuadrón desde el inicio. No hablaba mucho, rara vez se dirigía a los demás, pero con él... con él era distinto. Dylan lo notó desde las primeras semanas: Julieta no encajaba, pero tampoco se rendía. No pertenecía a ese lugar, y sin embargo sobrevivía cada día por sí misma. Había algo en ella —una calma que desentonaba con el caos, una dulzura que parecía una ofensa al sistema— que lo desconcertaba.

La muchacha tenía los movimientos medidos, la mirada baja, el rostro siempre tenso. Se la veía débil al principio: más delgada que la mayoría, con brazos que temblaban cuando cargaba peso o corría bajo el sol del mediodía. Pero seguía. Seguía, aunque el barro le llegara a las rodillas, aunque apenas tenía fuerza. Siempre era así, siempre se esforzaba. Era de las primeras en levantarse y de las últimas en rendirse. Aunque su cuerpo temblara por el cansancio o su rostro mostrara señales de dolor, se mantenía firme. Eso conmovía profundamente a Dylan. Admiraba en ella esa clase de fuerza silenciosa que no necesitaba demostraciones explosivas para hacerse notar.

Dylan la observaba desde su posición, sin entender por qué la rabia que le provocaba verla sufrir se mezclaba con otra cosa: una ternura que no recordaba haber sentido desde hacía años.

Le recordaba a su hermana. Y ese pensamiento le dolía. Tenía claro que no era su hermana.

En los entrenamientos solía ayudarla cuando podía. No era que Julieta pidiera ayuda —jamás lo hacía—, pero Dylan la veía tropezar, veía cómo se mordía los labios para no llorar cuando el dolor era demasiado.

No soportaba ver en ella lo que había visto en su hermana: el desprecio de los demás, las burlas, la injusticia.

Sabía que muchos la miraban con desdén. El color pálido de su piel, sus ojos grises con reflejos verdes, y esa quietud que parecía de otro mundo, la hacían parecer distinta. “Una Criatura que no debería existir”, había escuchado murmurar a un sargento. Pero Dylan no veía eso, es más, le resultaba tierno imaginarla como un pequeño Krobi; algo tan surrealista que le provocaba una sonrisa.

De Julieta, sabía que tenía un hermano, aunque ella rara vez hablaba de él. Nunca lo mencionaba más de lo necesario, como si ocultar esa parte de su vida fuera su manera de proteger algo sagrado que la guerra aún no había logrado arrebatarle. Dylan no insistía. Respetaba su silencio porque él también tenía los suyos, vacíos de su memoria, que poco a poco se llenaban. Quisiera no haber recordado a su hermana, eso lo lastimo.

Con el paso de las semanas, los regaños hacia ella disminuyeron. Tal vez los superiores empezaron a notar su esfuerzo, o quizás simplemente dejaron de prestarle atención. Pero para Dylan, Julieta se volvió una presencia constante. Alguien a quien cuidar. Sin darse cuenta, comenzó a desarrollar un impulso protector hacia ella, un deseo de estar cerca, de que nada la tocara, de que el mundo, por una vez, se detuviera para no herirla.

Le recordaba a Sam.

La memoria de Sam había regresado poco a poco, como un eco lejano que empezaba a tomar forma entre la niebla del olvido. Dylan ya podía recordar su nombre con claridad, su rostro empezaba a reconstruirse en su mente, y sus sueños eran cada vez más nítidos. Los ojos de Sam, azules como el cielo en un día despejado, solían perseguirlo al despertar, brillando aún en su conciencia como una promesa inquebrantable. Su cabello era negro y corto, rebelde como ella, y su piel, más blanca que la de Julieta… o tal vez no tanto. En realidad, no estaba seguro. Aún había lagunas en su memoria, detalles que se escapaban como agua entre los dedos, pero la sensación de haber amado a Sam era tan poderosa que no necesitaba confirmaciones visuales.

Julieta no se le parecía físicamente. Su cabello era rubio claro, recogido siempre como el de la mayoría de las reclutas, y sus ojos eran una rareza hermosa: grises con destellos verdes, una mezcla sutil que solo se notaba si uno se detenía a observarla de cerca. Dylan lo había hecho. Había aprendido a leer en sus ojos la tristeza, la nostalgia, la lucha interna que también lo habitaba a él.

No se parecía a Sam, y sin embargo, Julieta despertaba en él el mismo instinto de protección. Tal vez era la dulzura apagada en su forma de estar, o esa valentía discreta con la que enfrentaba el día a día. Tal vez era simplemente que el dolor reconocía al dolor, y Dylan había aprendido a ver más allá de la armadura que cada uno debía usar para sobrevivir.

Lo cierto era que, sin proponérselo, había comenzado a verla como alguien importante. No como un reemplazo —porque Sam era irremplazable—, sino como un reflejo de algo que aún no entendía del todo. Una chispa que lo mantenía en pie.




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