—Deméter —habló con suavidad, acarició las manos de la diosa mientras hablaba— yo no estoy aquí porque quiera estarlo, tengo una misión.
—No tardarás en llamar la atención de alguno de estos monstruos, querida, tienes que salir de aquí antes de que algo así ocurra.
—Eso no es seguro, además, me iré en cuanto Poseidón dicte lo que pasará conmigo —el rosado en las mejillas de la diosa se transformó en un pálido color lechoso.
—¡Asher, debes irte, ahora! —la tomó por la muñeca y, con más fuerza de la necesaria, tiró de ella, guiandola fuera del templo, a grandes pasos— ¡No puedo dejar que esto pase!
—Deméter... Por favor, sueltame.
—No, te ayudaré a irte, lo más pronto posible. No puedo dejar que te pase algo, te voy a salvar, tranquila.
—¡Deméter, dijo que la sueltes! —Ícaro trataba de seguirle los pasos a duras penas, pues la diosa había sacado ventaja a pesar de la resistencia de la chica— ¡Asher!
—¡Ícaro! —lo llamó, tratando de zafarse pero le fue inútil; miró al chico seguirle a duras penas, con Hermes y los demás dioses a la entrada del templo, el mensajero de los dioses chasqueo sus dedos pero fue interrumpido cuando una enorme rama fue estampada contra su cuello.
Un portal había sido abierto por debajo de sus pies, donde Demeter y Asher cayeron, Ícaro corrió tan rápido como sus pies le permitieron. Lo último que la chica de ojos azules logró ver fue a Caleb, cubierto de marcas extrañas, de cuello a rostro, enfrentando a Eros y Ares con una fuerza descomunal que la chica nunca había visto. Parecía una pelea de dioses, ningún mortal entre ellos.
Cayeron sobre una colina llena de tierra y rocas, golpeándose más de una vez en diferentes partes del cuerpo; Asher sintió algo caliente correr por su frente, y pronto se dio cuenta que era su propia sangre.
Cuando dejaron de rodar colina abajo, admiraron el lugar donde se encontraban, poniéndose de pie con esfuerzos.

—El inframundo... —susurró Deméter, las piernas le temblaban, estaba cubierta en pánico pero fue la primera en avanzar en el resto del sendero.

Eros se puso de pie tras ser derribada de un sólo movimiento por parte del mortal; Ares respiraba con fuerza, estaba cansado, y no podían contar con Hermes, pues estaba inconsciente en el suelo.
—¿Quién te ha enviado? —alzó su arco, con flecha en mano, y amenazó a Caleb con disparar.
—Todos los traidores y opositores caerán, no importa sus esfuerzos —habló burlón, las marcas cubrían su rostro entero, lucía como un espectro terrorífico, pues sus ojos estaban llenos de color negro, sin el brillo que caracterizaba a los humanos en ellos—. Y ustedes, ingenuos dioses, no podrán hacer algo más.
—¡Silencio! —Ares se lanzó hacia él, con la espada en alto, pero el chico lo esquivó con agilidad; el arma impacto contra el suelo, abriendo una grieta bastante gruesa.
—Ustedes deciden, unirse o morir —los dioses se miraron, cómplices, y en un movimiento, Ares impulsó el cuerpo de Eros contra el muchacho y trataron de derrumbarlo pero fue inútil; Caleb tomó del pie a la diosa, derribandola y lanzó lejos de un empujón al dios de la guerra. Tomó la espada de Ares y recargo el filo contra la garganta de Eros—. Decreta tus últimas palabras.
—Yo soy Eros, hija de Afrodita, diosa del amor, protectora de los enamorados y mientras haya vida en mi pecho... —miró detrás del dios con nerviosismo, incluso una gota de sudor resbaló por su frente— Ya no se me ocurre nada, ¡hazlo! —antes de que Caleb pudiera notarlo, Hermes estrelló la misma gruesa rama contra la cabeza del chico. Suspiro hondo y acarició su nuca con insistencia, Eros se quitó el cuerpo del mortal de encima y respiro con pesadez.
—¿Porqué siempre me terminan golpeando a mí? —preguntó a la nada Hermes, cansado de la misma situación.
—¿A dónde los has enviado? —Ares se acercó con prisa a ellos y dio un vistazo rápido al chico inconsciente en el suelo.
—Al inframundo.
—¿¡Qué!? —preguntaron Eros y Ares al unísono— ¿En qué estabas pensando?
—Cuando él me golpeó, no pude ver en mi mente otra cosa que no fuera eso —restregó sus manos contra su rostro, se sentía frustrado—. Busquemos el antídoto, debió dejarlo en su salón. Visitaremos el templo de Atenea. Luego iremos a por ellos.
—Hermes, son dos mortales, con la del diosa más pacifista de todo el Olimpo.
—Sobrevivirán, Eros.
—Vaya, a la gran Eros ahora le preocupan un par de mortales —se burló Ares, levantando el cuerpo de Caleb y colgándoselo en la espalda.
—Si no cierras la maldita boca, le diré a todos que armaste un precioso ramo de flores para cierta mortal —rodó los ojos y se alejó sin ver la reacción del dios, que casi se ahoga con su propia lengua.

Deméter, Asher e Ícaro avanzaron uno detrás del otro en el mismo orden, tratando de no tocar ni captar la atención de nada. El legendario río de almas que recorría todo el inframundo, se cruzó en su camino a unos cuantos metros de distancia. Un barquero viejo, alto y esquelético, estaba erguido sobre la barca; lo cubría una larga túnica que cubría todo su cuerpo pero no su delgada figura.
Se acercaron a pasos cautelosos, y cuando estuvieron cerca, el barquero se movió a la orilla del río, avanzaba como un monton de humo, dejando un rastro de oscuridad tras él.
—Deméter, hija de Rea y Cronos; Ícaro, hijo de Dédalo y Náucrate; Asher, hija de Lydia y Joseph; yo soy Caronte, encargado del río, han venido al inframundo pero para entrar aquí deberán pagar un costo —Deméter busco en sus ropas una pequeña moneda, un óbolo y lo entrego al barquero en sus huesudas manos—. Suban, más no pueden tocar nada, ni dejar que algo les toque o pertenecerán para siempre al inframundo —asintieron a las órdenes del misterioso ser y subieron a la vieja barquilla sin pensarlo mucho.
Los tres se acercaron el uno al otro, sin importar mucho el espacio vital entre ellos. La diosa se esmeraba por hacerlos sentir protegidos, pues cuando empezaron los lamentos estremecedores provenientes del río, se les erizó la piel a ambos mortales.