El Océano En Tus Ojos.

XIX (Maratón 2/3)

Quizás había sido el golpe de su caída, su cuerpo impactando contra la densidad del mar lo hacía ver ilusiones, debía ser eso, porque estaba reviviendo su caída pero no era aquello lo que lo hacía dudar de su cordura. Asher caía con él, se estaba hundiendo en las fauces del océano junto a él, perdía su vida por él.

 

Abrió los ojos, respirando con dificultad. El corazón casi se le escapaba del pecho, su cuerpo estaba ahogado en sudor y no paraba de ver los ojos de Asher en todos lados.

 

Pronto, si visión se aclaró, encontrándose con una pequeña casa, con muebles modestos y decoración humilde; tenía una chimenea, una mesa con dos sillas, su cuerpo descansaba sobre una pequeña cama individual y había un pequeño sofá de madera en medio del lugar. Afuera, el sol ya se estaba poniendo, había un color rojizo inusual en el cielo; las nubes tenían figuras aborregadas, colores rosados y profundos las pintaban como acuarelas en un precioso atardecer. Afuera, podía ver a alguien sentado junto a una pequeña fogata, parecía estar concentrado, sumido en sus pensamientos; era un hombre, lo veía en un costado de su larga barba, el cabello le llegaba debajo de los hombros en distintos colores grisáceos. Retiró las sábanas de su cuerpo, estaba perfectamente, había llegado a preocuparle que alguna criatura marina lo atacará en su desmayo pero no fue así.

 

El crujir de la puerta atrajó la atención de su anfitrión, ni siquiera se giró a mirarlo, contempló el templo frente a él y recargo su cuerpo en el respaldo de su asiento.

 

—Al fin despiertas —Ícaro flaqueo sobre sus piernas, las rodilla pronto se impactaron contra el creciente pasto del campo—. Pensé que dormirías para siempre.

 

—Papá, yo... —tragó duro y limpio las lágrimas que corrían por sus mejillas antes de que Dédalo pudiera verlas—. Perdóname. Todo fue mi culpa, no pude controlarme y sé que has sufrido con mi ausencia.

 

—No, Ícaro, nada de esto fue tu culpa —al fin lo miró, Ícaro sintió el corazón estrujandose, su padre lucía cansado, abatido por la edad, con profundas ojeras en los ojos—. Nadie es culpable en tu historia, Ícaro, y es algo que debes comprender.

 

—Pero por mi ambición, papá, si no hubiera sido por eso... —su padre se extrañó ante sus palabras e interrumpió a Ícaro casi de inmediato.

 

—¿Quién te ha dicho que ese fue el motivo de tu caída, hijo mío? —Ícaro no respondió, Dédalo lo tomó entre sus manos y acarició sus mejillas con cariño— Mi pequeño Ícaro, mi niño, te han hecho tanto daño; te han llenado de mentiras, han envenenado tu corazón contra tí mismo y tus deseos, los deseos de alguien que anhelaba ser libre. Pero, ahora, hijo mío, te liberaré de tu carga, porque es tiempo de qué sepas tu historia.

 

—La conozco —tomó las manos de su padre entre las suyas y acarició la parte externa—. Me enamoré de una diosa padre, y ella de mí; ella pereció entre los mortales por Zeus y yo fui salvado por su padre, y ahora debía llevarla de vuelta para pagar mi deuda, para regresar a tí.

 

—No, Ícaro, tu historia esconde algo más que sólo tu caída y el mandato de un dios, y es hora de que lo sepas —Dédalo desvío su atención al atardecer, el sol reflejado en el océano, Ícaro lo imitó y presto atención a las palabras de su padre:

 

Es raro que en éste mundo su nombre sea recordado, pero ella era Adara, diosa marina, hija de Poseidón, el rey de los mares; alabada por pescadores, adoradores del océano, mujeres encomendadas a su voluntad y guerreras anhelando obtener su bendición para cualquier misión. Solía observarte, desde lo alto de las nubes, en el templo de Apolo; temía ser vista por los Olímpicos, pues nunca fue bien visto que se involucrará con los mortales, de ninguna forma existente.

 

Nosotros debíamos adorarlos, alabar su existencia, pero jamás tratar de seducirlos o incluso relacionarnos con ellos. Pero a ella le importó poco.

 

Después de tanto tiempo observandote desde lo alto, decidió bajar y acercarse a tí de una vez por todas —Dédalo sonrió ante algún recuerdo vago en su mente—. Fue amor a primera vista. Te veías tan feliz, tan completo, después de lo que Minos nos había hecho.

 

Decidió ayudarnos a escapar; robó algunas plumas de su hermano Pegaso y las trajó a nosotros para ayudarnos con las alas mecánicas que planee desde tiempo atrás para huir. Ella haría que la marea no subiera y el océano estuviera apacible para no afectar nuestro plan de ninguna manera.

 

Adara prometió que si alguno de nosotros caía, ella iría por nosotros y nos llevaría seguros a Sicilia. Entre ustedes creció algo más que un amor platónico, habías comprobado que ella sacrificaria todo por tí y tú por ella; estaban desafiando a los dioses, al mundo entero.

 

Prometió llevarte con ella al Olimpo cuando yo llegara a salvo al reino de Cocalo; dijo que no importaba su compromiso con Ares, la furia del mismo Poseidón o que estuviera a punto de quebrantar una regla del Olimpo. Te amaba y no te dejaría ir con facilidad.

 

Pero, el rumor corrió con fuerza por todo el Olimpo: La desdichada hija de Poseidón llevaría consigo a un mortal y pronto lo desposaría.

 

Esperamos por ella cuando emprendimos vuelo, pero no apareció, así que seguimos con el plan sin su presencia.

 

Estabas preocupado, se notaba a leguas, y decidiste emprender tu vuelo hacia arriba, al Olimpo y buscarla por tu cuenta cuando me distrajé un segundo; una flecha perforó una de tus alas, estaba forrada en fuego, pronto las plumas comenzaron a incendiarse y perdiste altura en tu vuelo.

 

Adara cayó del cielo, siguiendote, trataba de alcanzarte. Había desesperación en su rostro, lo tengo grabado en mi mente; cuando lo hizo, te pego fuerte a su cuerpo y giró la posición de ambos para que ella recibiera el impacto contra el agua. Te busqué por cielo, mar y tierra, rodee cada isla... Pero no te encontré. Hasta que Apolo vino a mí y me confesó lo que había pasado.




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