El Olor de la Muerte (libro I. Saga Cazadores)

CAPÍTULO 1. VIVIR JUNTOS, MORIR SOLOS (PARTE I)

Caía el sol, legando a la sombra la ciudad de las grandes torres y todo a su alrededor.

Los miles de hectáreas de la Selva de las Luces hacían honor a su nombre y confinaban a la oscuridad las luces de los millones de criaturas que brillaban en su interior al hermoso compás del silencio, solo rasgado por nuestros pasos, abriéndose camino entre una de las sendas vivas, capaces de ubicarse a su antojo para conducirte a sólo ellas sabían dónde y porqué.

Aprendí que no importan los porqués, al final no eres tú el que busca las repuestas, sino ellas las que te encuentran.

Nuestros pies descalzos se abrían paso entre las dárdenas y las orquídeas flotantes que cubrían el follaje interno de aquella senda, y cuyas células sintetizadoras de oxígeno iluminaban la penumbra al contacto con nuestra piel, sumiéndonos en un halo de brillantes colores de neón.

La senda se dibujaba entre la oscuridad con forme avanzábamos, encomendando nuestra esperanza a encontrar un lugar específico entre lo Salvaje que nos daba nombre. Aquel lugar que sólo buscábamos en contadas ocasiones, cuando necesitábamos algo de él, o, tal vez, mejor dicho, algo de Ella. Aquel ser al que todos temíamos y odiábamos por igual, y al que, sin embargo, nos encomendábamos cuando no quedaba nada más a lo que rezar para seguir con vida.

Cuando no sabes si al amanecer contemplarás el alba de tu último día en la existencia y tienes dieciséis años, te parece más que suficiente excusa para hacer una ofrenda.

Recuerdo que caminamos varios kilómetros en silencio, sin descansar, adentrándonos más y más en la espesura con la esperanza latiendo en nosotros y tratando de sofocar ese miedo que siempre late en tu corazón cuando se acerca el día en que te lo juegas todo a una carta.

Las luciérnagas volaban en enjambres melódicos, las libélulas de luz hacían brillar sus látigos a nuestro alrededor, y nuestros pies conectaban con las raíces de la Tierra sagrada de donde veníamos y a donde nos dirigíamos. Parte indisoluble del Norte, y a donde tu alma siempre regresará, sin importar lo lejos de la Selva que reposen tus restos y vayan a recalar tus huesos el día en que Ella te encuentre y te aprese.

Al final se conjuró la magia y fuimos a dar con el portal de Ánnadeg. Dos inconfundibles e inmensos árboles que se elevaban hacia el firmamento, más allá donde nuestros ojos eran capaces de ver, y cuyos troncos habían sido tallados como atlantes en tiempos ancestrales, erigían la entrada monumental al Gran Santuario.

Un lugar único en el universo al que solo puede llegar quien verdaderamente lo ansíe, emplazado en algún recóndito y secreto páramo de la vieja Selva de las Luces, y cuya ubicación, según los estudios más recientes, cambiaba a placer, por lo que solo siguiendo las sendas vivas y confiando a ciegas en tu corazón serías capaz de volver a él.

No habíamos estado en muchas ocasiones, pero una vez al año estaba bien.

―Sigue siendo impresionante que logremos encontrarlo cada año, sin que nadie haya sido capaz de explicarnos dónde diantres se encontraba ―enunció mi amigo, tomando la delantera y adentrándose con rapidez y su antiguo arco de madera tallado aferrado con firmeza en su mano, hacia los interminables escalones que descendían varios kilómetros bajo tierra entre las raíces de los árboles centenarios del bosque.

No importaba cuantas veces hubieras pisado aquel lugar.

Jamás podría dejar de impresionarte.

―A veces creo que Ella tiene algo que ver ―Me burlé―. Ya sabes que solo los cazadores le llevamos ofrendas, y porque, lo admitas o no, somos gilipollas.

―Oh, cállate ―Se quejó mi amigo, Agnuk, tratando de acallar cualquier intentona de humor negro que pudiera aludir a nuestra querida amiga―. No la enfades, ya sabes que hablar de fantasmas es llamarlos.

―Sabes que vendrá cuando menos te lo esperes y te dará por el culo ―concluí.

Se giró para dedicarme la más aterradora de sus miradas y sus ojos se volvieron negros en ese instante, los míos lucirían amarillos con toda certeza, me estaba divirtiendo.

―No ha tenido maldita gracia, Dakks.

Fingí cerrar mi boca con el corte cruzado de una espada.

Continuamos bajando las escaleras talladas en las colosales raíces, y dejando, a nuestro paso, senderos que se encaminaban hacia diversos altares en los que siempre lucían antorchas encendidas.

Las personas se encomendaban a toda clase de Dioses allí. Cada familia tenía su oráculo, y cada espíritu o Dios que hubiera existido o existiera y a quien aún se rindiera culto en algún confín de la dimensionalidad tenía cabida en ese lugar.

El agua, el fuego, el viento, la tierra, el silencio, la vida, el amor, la victoria, la derrota, el humo, el firmamento, las estrellas, la luna, el sol, la oscuridad, la luz, la libertad o el aire... todos tenían un pequeño altar en aquel lugar bajo las raíces de los árboles más ancianos del universo. Y todos se veían iluminados por la luz de cientos de ofrendas.

Solo desaparecerían cuando no quedase nadie en la dimensionalidad, ni un miserable ser, que creyera o se encomendara a ellos.



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En el texto hay: novelajuvenil, el primer amor, secretosymisterio

Editado: 28.07.2019

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