― ¿Se puede saber qué te pasa, Elías? ―preguntó Galius todavía sin salir de su asombro al verme destrozar el tercer filtro en una hora. Me había pedido que preparase unos ungüentos sencillos contra un par de dolencias. Y mi cabeza estaba tan lejos que no acertaba en el orden de verter los ingredientes en los calderos. Había echado a perder bastante material por una tarde. Me dejé caer sobre mi taburete, en la trascienda de aquella vieja tienda de madera.
Él se apoyó en el marco de la puerta que conducía a la polvorienta estancia, y me miró con cierta ternura. Apenas me conocía de unas semanas, sin embargo, aquel gesto dilucidaba algo de cariño, y esa fue la primera vez, en dos meses, que me sentí en casa, estando tan lejos de la ciudad de las grandes torres.
Le miré y me encogí de hombros. Había un motivo claro, y único.
―Creo que uno de los chicos de mi casa está cometiendo un grave error en este preciso instante, y no sé por qué ―admití―. Tiene una entrevista con un tío, en una nave a las afueras de la ciudad, para ser modelo, porque se lo debió recomendar un chico de aquí del pueblo que tenía la entrevista la semana pasada, y no me da nada de buena espina. Nada de esto en general.
Su cara palideció.
―Aguarda un segundo...
― ¿Galius? ―pregunté confuso.
Volvió al poco con un cartel en el que estaba la foto de un chico. El cartel decía que había desaparecido.
―Nate Wallace. Aquí dice que la última vez que le vieron iba a una entrevista para ¿Modelos? ―Leyó con preocupación.
―Maldita sea ―dije levantándome de golpe sin poder creérmelo―. Joder, ese es el chico, ¡Ese es el maldito chico!, y ¡Yo soy idiota!, ¡Se supone que me pagan para proteger a los humanos en general y ni siquiera soy capaz de mantener seguros a mis compañeros de piso! ―Maldije golpeándome la frente― ¡Sabía que la estaba cagando cuando dejé que se fuera!
―Pero dejaste que se fuera ―dijo Galius con tranquilidad―. Tienes que aprender a hacer caso a tus intuiciones, Dakks.
― ¡¿Y qué arreglo ahora con eso?! ―chillé desesperado― ¡Es posible que esté ya muerto!, ¡Vete a saber lo que tienen montado allí!
―Elías, no te bloquees, haz el favor ―repuso con la calma que le era propio―. Piensa, ¿Recuerdas cómo se llamaba el hombre con el que tenía la entrevista?
―Sí, era algo de ¿Mr Foker? No, no... no sonaba tan pervertido... ¿Poker? No, espera, tampoco, ese es el maldito juego por el que siempre pierdo la ropa ---argumenté dando vueltas de un lado para otro desesperado y enfrascado en mi labor de pensar--- ¡Mr Knocker...! Creo que ese era... ¿Puede ser?
Me observó desde el sitio por un instante, con aquel aire de "no se si he entendido o quiero entender una sola palabra de lo que has dicho" para después recomponerse y soltar la bomba.
―Vale entonces tu amigo está en problemas.
― ¿Has oído hablar de él?
― ¿Sabes lo que son las cacerías? ―repuso sacando unas llaves de su cinturón y dirigiéndose hasta una vieja puerta.
―Mierda... cacerías de humanos, algunos demonios las hacen en época de apareamiento, porque la sangre humana derramada en una lucha es un potente afrodisiaco...
―Algo así, ¡No corras, Dakks, vuelve aquí! ―apremió mientras eliminaba de raíz mi impulso de echar a correr― Si vas a ir, tienes que estar preparado, necesitarás una ayuda extra porque allí te puedes encontrar cualquier cosa.
Después abrió aquella vieja puerta y se hicieron delicias ante mis ojos. Aquello no era un armario, sino una armería completa. Una enorme habitación con toda clase de armas con las que alguien como yo ni siquiera podría soñar.
Espadas, lanzas, cuchillos de todas las clases, machetes, estacas, ballestas, revólveres, onzas, cadenas, tiradores, cerbatanas, dardos de todas las clases, arcos, flechas, y miles de artefactos cuya utilidad por el momento ignoraba.
―Quita esa cara y reacciona, chico ―apremió―. No tienes mucho tiempo ―dijo tendiéndome una enorme espada. Era preciosa, la más hermosa que hubiera visto. Después me cargó con un cinturón de cuchillos y metió estacas, agua bendita, y un par de hachas en mi mochila―. Tómalo por préstamo temporal ―advirtió---, y trae a ese chico vivo. Es posible que necesitéis algo de ayuda después, os espero.
Asentí.
Y acto seguido eché a correr, agarré la bici y pedaleé como si en ello me fuera la vida, cagándome en mi estupidez, y en el gilipollas del chico cuyo ego jamás baja de las nubes. Después de todo, si aún seguía con vida, se convertiría en el primero en descubrir mi secreto.
Aquella farsa había durado 62 días, pero tenía los minutos contados.