Desde que entré en el bosque supe que estaba por ahí, rondando.
Me observaba.
Lo sé, porque un cazador siempre lo sabe.
Había venido a su encuentro, al encuentro de la muerte. Aunque, para mi consuelo, no era capaz de olerla, seguía rezando para no encontrármela esa noche, porque a todos los cazadores nos aterra encontrarla, y sabed que, quien diga que no, miente.
Para aquella alimaña no era más que un plato jugoso, y una mente estúpida. No dudo de lo segundo, pero en ese momento esperaba, desesperadamente, no convertirme en lo primero.
Había llegado a un gran claro, en el corazón del bosque. Allí se encontraba un viejo estanque, no demasiado grande, pero de aguas profundas, con flores, y arbustos.
Moran todavía en él las hadas, espíritus de la tierra, diminutas, con alas casi imperceptibles, pequeñas motas de polvo luminoso, que acostumbran a campar a sus anchas en las noches claras, cuando no hay peligro rondando cerca, y a veces se dejan ver.
Pero allí nada se movía. Solo reinaba el viento, rugiendo furioso, testigo mudo del pánico que palpitaba en mi pecho. Tal vez se llevaría mi último aliento. Tal vez la muerte viajase con él aquella noche.
Me asoló la certeza de que él estaba cerca.
Aferré con fuerza el pulverizador, como si fuera una espada, aunque en nada se le pareciese. Sabía que algo, algo temible que me haría tener pesadillas por mucho tiempo si es que salía con vida de esta, estaba al acecho, y saltaría de un momento a otro, desde cualquier lugar apartado.
Había colocado una trampa por allí cerca, y recordaba su ubicación, de modo que me situé estratégicamente. Porque mi decisión había sido la de hacerle entrar a la trampa, antes de rociarlo con aquel pringue asqueroso.
Si se convertía a su forma humana una vez dentro no hallaría forma de salir, y yo tendría el tiempo suficiente para llamar a las autoridades.
El problema se habría solucionado. Solo quedaría decirles donde estaba Jonno, y mañana por la mañana ir a verle al hospital, explicarle todo, y tratar de convencerle yo mismo de que fuera. Si no me hacía caso, llamar a las autoridades para que ellas lo hiciesen.
Entonces pasó.
Sentí un golpe, sin previo aviso, en el lateral izquierdo, como si me atropellase un camión, y me encontré rodado por el suelo esquivando zarpazos mortales que buscaban abrirme hasta las entrañas, y, lo primero de todo, arrancarme el cuello.
Sabía que la trampa estaba en el suelo a mi derecha, tenía que conseguir girar hasta allí sin caer dentro, cosa difícil lloviendo zarpazos en todas direcciones, para qué mentir.
Me mordió un par de veces en el brazo izquierdo, mientras rodábamos por el suelo.
Si caía con él en aquella trampa sin el pulverizador, o, quizás, incluso llevándolo, estaba muerto.
Desesperado, interpuse una vez más el brazo entre sus fauces y mi cuello, nada serio porque los cazadores no podemos convertirnos, pero sí tendría que desinfectarlo cuando llegase a casa mañana, por no mencionar que dolió la ostia.
Todo o nada.
Giré, encima, debajo, esquivando otros tantos zarpazos como cuchillas, y finalmente sentí como mi cuerpo llegaba a la trampa, hundida en el suelo, un foso bastante grande, de donde, desde luego, un humano de pie, por licántropo que fuera, nunca podría salir sin ayuda.
Agarré el pulverizador, y lo rocié justo cuanto iba a cortarme la garganta.
Sorprendido, aproveché para tirarlo mientras se transformaba, y, ahora sí, él estaba dentro, en su forma humana ―o humanoide porque para ser honestos, ninguno de vosotros volvería a dormir si viera eso―, y yo fuera. Y, lo más importante, fuera de su alcance.
Me aseguré de sellar la trampa con un hechizo, no obstante. No me gusta tentar a la suerte, tiene por don la inoportunidad.
Finalmente descansé, sentado en el suelo. Tras unos minutos, que fue lo que me llevó recuperar el aliento y controlar el dolor, manteniendo siempre la calma, agarré el móvil y le di utilidad. Contacté con las autoridades de Mok, que tienen teléfono fijo, o algo que se le parece.