Vale.
Muy desafortunadamente, apenas unas horas después estábamos en un lío. Un lío con el que ninguno de nosotros contaba. Y uno de los peores en los que un humano pueda estar.
Sonará difícil de creer, o quizás no, no lo sé, tampoco sé qué imagen mental tendréis sobre mí a estas alturas y después de lo que ya sabéis... pero para entonces Anet y yo habíamos sido detenidos por exhibicionismo, y habíamos terminado la noche en comisaría.
― ¡Mierda, Dakks! ―Estalló histérica― ¡¿Sabes cómo se va a poner mi padre?!, ¡¿Es que aquí no se puede bañar una desnuda sin que la lleven a comisaría?!, ¡Qué mierda de gobierno es este!
―No es muy distinto del nuestro. Nuestro gobierno central permite cualquier cosa de este tipo, pero deja que la gente muera de hambre en la periferia, les explota para financiarse, y si se rebelan los aplasta y los mata... no sé qué es peor. ―farfullé, malhumorado― Cada uno lleva a su manera la doble moral.
Todo rastro del ciego se había esfumado. Eso por descontado. Y nuestra ropa, a excepción de la ropa interior, también.
Se sentó a mi lado. Muy cabreada.
― ¿Es que no te preocupa lo que nos hagan?, ¿Y si nos echan del cuerpo de rastreadores?
Suspiré.
―No nos echarán. Ya sabes las barbaridades que hacemos todos habitualmente, y nos dejan hacer cualquier cosa mientras seamos estudiantes. Es lo que tiene tener que vivir deprisa.
― ¿Y Alan?
― ...ese sí que me preocupa ―admití.
― ¿Le tienes más miedo a Alan que al gobierno, Dakks? ―preguntó, alucinando.
―No exactamente. No es que le tenga miedo a nadie, pero sé que después de la que me caerá mi vida aquí no será muy agradable, y él se encargará de ello.
― ¿Y si nos echan?
―Anet ―Culminé, frustrado por aquella conversación y por nuestra gilipollez―. Ten por cierto que, si alguno de los dos va a tener problemas aquí, soy yo. No creo que vaya a pasar nada. Pero si nos retiran la paga, mi familia podría morir de hambre. Si nos echan de aquí, mi familia morirá de hambre... y si eso pasara, yo sí tengo un problema. Tú eres la niña bonita del alcalde de Mok. Nadie te tocará. Tenlo por seguro.
Silencio.
Sabía que había sido un borde, pero no podía más, y necesitaba silencio.
En aquel momento la celda se abrió y aparecieron dos personas. Las dos personas a las que Anet y yo menos queríamos ver en aquel momento.
Alan y su padre.
―Jóvenes ―saludó el padre de Anet, posando una severa mirada sobre su hija― por fortuna no se emprenderán acciones legales a nivel ministerial por su conducta, más allá de las horas extras que se les encomendará al servicio de la comunidad.
―Papá, yo...
―Eso no quiere decir que os vayáis a ir de rositas. En lo que a ti concierne, Anet. Hablaremos en casa. ―contestó con una voz gélida y cargada de decepción.
A Anet le bastó eso para romper a llorar.
Yo observé a Alan, que no dijo ni una palabra mientras salíamos de comisaría.
―Nunca, en mi vida, nadie, me había avergonzado tanto. Y si hubiera tenido que poner la mano en el fuego por alguno de vosotros, Elías Dakks ―repuso, finalmente, cuando estábamos en la calle y nos dirigíamos hacia su coche― ese habrías sido tú. Quiero una explicación, y espero que me des una buena ―atajó con frialdad y la misma decepción que el padre de Anet había demostrado hacia su hija― ahora despídete de tu amiga y, vámonos a casa.
Asentí. No había nada más que pudiera hacer.
Me giré, a tiempo para ver a Anet escuchar aquellas palabras de su padre que si yo alguna vez hubiera tenido que escuchar de la boca del mío me habrían partido el corazón.
―Tengo una posición, Anet, y tú tienes otra. No soy cualquier persona. Soy un personaje público, un dirigente, un hombre de mando. ¿Tienes idea del escándalo que supone esto para mi carrera?, ¿¡La menor idea!?, Ya sabes dónde están los límites. Somos permisivos con vosotros, porque viviréis deprisa, y moriréis jóvenes ―terció―, pero en el mundo humano se espera que os comportéis de otra manera. No me esperaba esto de ti. Nunca me lo habría esperado. No quiero que vuelvas a ver a este chico más allá de lo estrictamente necesario, ¿Me has oído?
Un tenue sí, papá, me partió el corazón.
Cruzamos una mirada fugaz.
No puedo explicar por qué, pero sentí un escalofrío recorrer mi espalda.
Ella asintió y su tristeza congeló mis entrañas, me había pasado, y en ese instante hubiera querido acercarme, y decirle que era gilipollas por haberle dicho aquello.
Decirle que ella era igual que yo, en las buenas y las malas, y que siempre iba a estar de su parte. Y que encontraríamos la manera de seguir siendo amigos.
Le habría pedido que disculpase mis palabras, pero no conseguí moverme de mi sitio. Solo me quedé en allí de pie contemplando como su figura, junto a la de su padre, se fundía con la noche.